(TEXTOS, ARTÍCULOS, CONFERENCIAS DE OTROS ÁMBITOS PARA ENRIQUECER NUESTRA VOZ)

viernes, 21 de enero de 2011

Yo acuso [Carta al Presidente de la República Francesa. Texto completo]




Émile Zola
París, 13 de enero de 1898
Carta a M. Félix Faure
Presidente de la República Francesa
Señor: Me permitís que, agradecido por la bondadosa acogida que me dispensasteis, me preocupe de vuestra gloria y os diga que vuestra estrella, tan feliz hasta hoy, esta amenazada por la más vergonzosa e imborrable mancha?
Habéis salido sano y salvo de bajas calumnias, habéis conquistado los corazones. Aparecisteis radiante en la apoteosis de la fiesta patriótica que, para celebrar la alianza rusa, hizo Francia, y os preparáis a presidir el solemne triunfo de nuestra Exposición Universal, que coronará este gran siglo de trabajo, de verdad y de libertad. ¡Pero qué mancha de cieno sobre vuestro nombre -iba a decir sobre vuestro reino- puede imprimir este abominable proceso Dreyfus! Por lo pronto, un consejo de guerra se atreve a absolver a Esterhazy, bofetada suprema a toda verdad, a toda justicia. Y no hay remedio; Francia conserva esa mancha y la historia consignará que semejante crimen social se cometió al amparo de vuestra presidencia.
Puesto que se ha obrado tan sin razón, hablaré. Prometo decir toda la verdad y la diré si antes no lo hace el tribunal con toda claridad.
Es mi deber: no quiero ser cómplice. Todas las noches me desvelaría el espectro del inocente que expía a lo lejos cruelmente torturado, un crimen que no ha cometido.
Por eso me dirijo a vos gritando la verdad con toda la fuerza de mi rebelión de hombre honrado. Estoy convencido de que ignoráis lo que ocurre. ¿Y a quién denunciar las infamias de esa turba malhechora de verdaderos culpables sino al primer magistrado del país?
Ante todo, la verdad acerca del proceso y de la condenación de Dreyfus.
Un hombre nefasto ha conducido la trama; el coronel Paty de Clam, entonces comandante. Él representa por sí solo el asunto Dreyfus; no se le conocerá bien hasta que una investigación leal determine claramente sus actos y sus responsabilidades. Aparece como un espíritu borroso, complicado, lleno de intrigas novelescas, complaciéndose con recursos de folletín, papeles robados, cartas anónimas, citas misteriosas en lugares desiertos, mujeres enmascaradas. Él imaginó lo de dictarle a Dreyfus la nota sospechosa, él concibió la idea de observarlo en una habitación revestida de espejos, es a él a quien nos presenta el comandante Forzineti, armado de una linterna sorda, pretendiendo hacerse conducir junto al acusado, que dormía, para proyectar sobre su rostro un brusco chorro de luz para sorprender su crimen en su angustioso despertar. Y no hay para que diga yo todo: busquen y encontrarán cuanto haga falta. Yo declaro sencillamente que el comandante Paty de Clam, encargado de instruir el proceso Dreyfus y considerado en su misión judicial, es en el orden de fechas y responsabilidades el primer culpable del espantoso error judicial que se ha cometido.
La nota sospechosa estaba ya, desde hace algún tiempo, entre las manos del coronel Sandherr, jefe del Negociado de Informaciones, que murió poco después, de una parálisis general. Hubo fugas, desaparecieron papeles (como siguen desapareciendo aún), y el autor de la nota sospechosa era buscado cuando se afirmó a priori que no podía ser más que un oficial del Estado mayor, y precisamente del cuerpo de artillería; doble error manifiesto que prueba el espíritu superficial con que se estudió la nota sospechosa, puesto que un detenido examen demuestra que no podía tratarse más que de un oficial de infantería.
Se procedió a un minucioso registro; examinándose las escrituras; aquello era como un asunto de familia y se buscaba al traidor en las mismas oficinas para sorprenderlo y expulsarlo. Desde que una sospecha ligera recayó sobre Dreyfus, aparece el comandante Paty de Clam, que se esfuerza en confundirlo y en hacerle declarar a su antojo.
Aparecen también el ministro de la Guerra, el general Mercier, cuya inteligencia debe ser muy mediana, el jefe de Estado Mayor, general Boisdeffre, que habrá cedido a su pasión clerical, y el general Gonse, cuya conciencia elástica pudo acomodarse a muchas cosas.
Pero en el fondo de todo esto no hay más que el comandante Paty de Clam, que a todos los maneja y hasta los hipnotiza, porque se ocupa también de ciencias ocultas, y conversa con los espíritus.
Parecen inverosímiles las pruebas a que se ha sometido al desdichado Dreyfus, los lazos en que se ha querido hacerle caer, las investigaciones desatinadas, las combinaciones monstruosas... ¡qué denuncia tan cruel!
¡Ah! Por lo que respecta a esa primera parte, es una pesadilla insufrible, para quien esta al corriente de sus detalles verdaderos.
El comandante Paty de Clam prende a Dreyfus y lo incomunica. Corre después en busca de la señora de Dreyfus y le infunde terror, previniéndola de que, si habla, su esposo está perdido. Entre tanto, el desdichado se arranca la carne y proclama con alaridos su inocencia, mientras la instrucción del proceso se hace como una crónica del siglo XV, en el misterio, con una terrible complicación de expedientes, todo basado en una sospecha infantil, en la nota sospechosa, imbécil, que no era solamente una traición vulgar, era también un estúpido engaño, porque los famosos secretos vendidos eran tan inútiles que apenas tenían valor. Si yo insisto, es porque veo en este germen, de donde saldrá más adelante el verdadero crimen, la espantosa denegación de justicia, que afecta profundamente a nuestra Francia. Quisiera hacer palpable cómo pudo ser posible el error judicial, cómo nació de las maquinaciones del comandante Paty de Clam y como los generales Mercier, Boisdeffre y Gonse, sorprendidos al principio, han ido comprometiendo poco a poco su responsabilidad en este error, que más tarde impusieron como una verdad santa, una verdad indiscutible, desde luego, solo hubo de su parte incuria y torpeza; cuando más, cedieran a las pasiones religiosas del medio y a prejuicios de sus investiduras. ¡Y vayan siguiendo las torpezas!
Cuando aparece Dreyfus ante el Consejo de Guerra, exigen el secreto más absoluto. Si un traidor hubiese abierto las fronteras al enemigo para conducir al emperador de Alemania hasta Nuestra Señora de París, no se hubieran tomado mayores precauciones de silencio y misterio.
Se murmuran hechos terribles, traiciones monstruosas y, naturalmente, la Nación se inclina llena de estupor, no halla castigo bastante severo, aplaudir la degradación pública, gozar viendo al culpable sobre su roca de infamia devorado por los remordimientos...
¿Luego es verdad que existen cosas indecibles, dañinas, capaces de revolver toda Europa y que ha sido preciso para evitar grandes desdichas enterrar en el mayor secreto? ¡No! Detrás de tanto misterio solo se hallan las imaginaciones románticas y dementes del comandante Paty de Clam. Todo esto no tiene otro objeto que ocultar la más inverosímil novela folletinesca. Para asegurarse, basta estudiar atentamente el acta de acusación leída ante el Consejo de guerra.
¡Ah! ¡Cuánta vaciedad! Parece mentira que con semejante acta pudiese ser condenado un hombre. Dudo que las gentes honradas pudiesen leerlas sin que su alma se llene de indignación y sin que se asome a sus labios un grito de rebeldía, imaginando la expiación desmesurada que sufre la víctima en la Isla del Diablo.
Dreyfus conoce varias lenguas: crimen. En su casa no hallan papeles comprometedores; crimen. Algunas veces visita su país natal; crimen. Es laborioso, tiene ansia de saber; crimen. Si no se turba; crimen. Todo crimen, siempre crimen... Y las ingenuidades de redacción, ¡las formales aserciones en el vacío! Nos habían hablado de catorce acusaciones y no aparece más que una: la nota sospechosa. Es más: averiguamos que los peritos no están de acuerdo y que uno de ellos, M. Gobert, fue atropellado militarmente porque se permitía opinar contra lo que se deseaba. Háblase también de veintitrés oficiales, cuyos testimonios pasarían contra Dreyfus. Desconocemos aún sus interrogatorios, pero lo cierto es que no todos lo acusaron, habiendo que añadir, además, que los veintitrés oficiales pertenecían a las oficinas del Ministerio de la Guerra. Se las arreglan entre ellos como si fuese un proceso de familia, fijaos bien en ello: el Estado Mayor lo hizo, lo juzgó y acaba de juzgarlo por segunda vez.
Así, pues, solo quedaba la nota sospechosa acerca de la cual los peritos no estuvieron de acuerdo. Se dice que, en el Consejo, los jueces iban ya, naturalmente a absolver al reo, y desde entonces, con obstinación desesperada, para justificar la condena, se afirma la existencia de un documento secreto, abrumador; el documento que no se puede publicar, que lo justifica todo y ante el cual todos debemos inclinarnos: ¡el Dios invisible e incognoscible! Ese documento no existe, lo niego con todas mis fuerzas. Un documento ridículo, sí, tal vez el documento en que se habla de mujercillas y de un señor D... que se hace muy exigente, algún marido, sin duda, ¡que juzgaba poco retribuidas las complacencias de su mujer! Pero un documento que interese a la defensa nacional, que no puede hacerse público sin que se declare la guerra inmediatamente, ¡no! ¡No! Es una mentira, tanto mas odiosa y cínica, cuanto que se lanza impunemente sin que nadie pueda combatirla. Los que la fabricaron, conmueven el espíritu francés y se ocultan detrás de una legítima emoción; hacen enmudecer las bocas, angustiando los corazones y pervirtiendo las almas. ¡No conozco en la historia un crimen cívico de tal magnitud!
He aquí, señor Presidente, los hechos que demuestran cómo pudo cometerse un error judicial. Y las pruebas morales, como la posición social de Dreyfus, su fortuna, su continuo clamor de inocencia, la falta de motivos justificados, acaban de ofrecerlo como una víctima de las extraordinarias maquinaciones del medio clerical en que se movía, y del odio a los puercos judíos que deshonran nuestra época.
Y llegamos al asunto Esterhazy. Han pasado tres años y muchas conciencias permanecen turbadas profundamente, se inquietan, buscan, y acaban por convencerse de la inocencia de Dreyfus.
No historiaré las primeras dudas y la final convicción de M. Scheurer-Kestner. Pero mientras él rebuscaba por su parte, acontecían hechos de importancia en el Estado Mayor. Murió el coronel Sandherr y sucedióle como jefe del Negociado de informaciones, el teniente coronel Picquart, quien por esta causa, en ejercicio de sus funciones, tuvo un día ocasión de ver una carta telegrama dirigida al comandante Esterhazy por un agente de una potencia extranjera. Era su deber abrir una información y no lo hizo sin consultar con sus jefes, el general Gonse y el general Boisdeffre y luego con el general Billot, que había sucedido al de la Guerra. El famoso expediente Picquart, de que tanto se ha hablado, no fue más que el expediente Billot, es decir, el expediente instruido por un subordinado cumpliendo las órdenes del ministro, expediente que debe existir aún en el ministerio de la Guerra. Las investigaciones duraron de mayo a septiembre de 1896, y es preciso decir bien alto que el general Gonse estaba convencido de la culpabilidad de Esterhazy y que los generales Boisdeffre y Billot no ponían en duda que la célebre nota sospechosa fuera de Esterhazy. El informe del teniente coronel Picquart había conducido a esta prueba cierta. Pero el sobresalto de todos era grande, porque la condena de Esterhazy obligaba inevitablemente a la revisión del proceso Dreyfus; y el Estado Mayor a ningún precio quería desautorizarse.
Debió haber un momento psicológico de angustia suprema entre todos los que intervinieron en el asunto; pero es preciso notar que, habiendo llegado al ministerio el general Billot, después de la sentencia dictada contra Dreyfus, no estaba comprometido en el error y podía esclarecer la verdad sin desmentirse. Pero no se atrevió, temiendo acaso el juicio de la opinión pública y la responsabilidad en que habían incurrido los generales Boisdeffre y Gonse y todo el Estado Mayor. Fue un combate librado entre su conciencia de hombre y todo lo que suponía el buen nombre militar. Pero luego acabó por comprometerse, y desde entonces, echando sobre sí los crímenes de los otros, se hace tan culpable como ellos; es más culpable aún, porque fue árbitro de la justicia y no fue justo. ¡Comprended esto! Hace un año que los generales Billot, Boisdeffre y Gonse, conociendo la inocencia de Dreyfus, guardan para sí esta espantosa verdad. ¡Y duermen tranquilos, y tienen mujer e hijos que los aman!
El coronel Picquart había cumplido sus deberes de hombre honrado. Insistió cerca de sus jefes, en nombre de la justicia, suplicándoles, diciéndoles que sus tardanzas eran evidentes ante la terrible tormenta que se les venía encima, para estallar, en cuanto la verdad se descubriera. Moinsieur Scheurer-Kestner rogó también al general Billot que por el patriotismo activara el asunto antes de que se convirtiera en desastre nacional. ¡No! El crimen estaba cometido y el Estado Mayor no podía ser culpable de ello. Por eso, el teniente coronel Picquart fue nombrado para una comisión que lo apartaba del ministerio, y poco a poco fueron alejándose hasta el ejército expedicionario de África, donde quisieron honrar un día su bravura, encargándole una misión que le hubiera la vida en los mismos parajes donde el marqués de Mopres encontró la muerte. Pero no había caído aún en desgracia; el general Gonse mantenía con él una correspondencia muy amistosa. Su desdicha era conocer un secreto de los que no debieran conocerse jamás.
En París la verdad se abría camino, y sabemos ya de que modo la tormenta estalló. M. Mathieu Dreyfus denunció al comandante Esterhazy como verdadero autor de la nota sospechosa; mientras M.Scheurer-Kestner depositaba entre las manos del guardasellos una solicitud pidiendo la revisión del proceso. Desde ese punto el comandante Esterhazy entra en juego. Testimonios autorizados lo muestran como loco, dispuesto al suicidio, a la fuga. Luego, todo cambia, y sorprende con la violencia de su audaz actitud. Había recibido refuerzos: un anónimo advirtiéndole los manejos de sus enemigos; una dama misteriosa que se molesta en salir de noche para devolver un documento que había sido robado de las oficinas militares y que le interesaba conservar para su salvación. Comienzan de nuevo las novelerías folletinescas, en la que reconozco los medios ya usados por la fértil imaginación del teniente coronel Paty de Clam. Su obra, la condenación de Dreyfus, peligraba, y sin duda quiso defenderla. La revisión del proceso era el desquiciamiento de su novela folletinesca, tan extravagante como trágica, cuyo espantoso desenlace se realiza en la Isla del Diablo. Y esto no podía consentirlo. Así comienza el duelo entre el teniente coronel Picquart, a cara descubierta, y el teniente coronel Paty de Clam, enmascarado. Pronto se hallarán los dos ante la justicia civil. En el fondo no hay más que una cosa: el Estado Mayor defendiéndose y evitando confesar su crimen, cuya abominación aumenta de hora en hora.
Se ha preguntado con estupor cuáles eran los protectores del comandante Esterhazy. Desde luego, en la sombra, el teniente coronel Paty de Clam, que ha imaginado y conducido todas las maquinaciones, descubriendo su presencia en los procedimientos descabellados. Después los generales Boisdeffre, Gonse y Boillot, obligados a defender al comandante, puesto que no pueden consentir que se pruebe la inocencia de Dreyfus, cuando este acto habría de lanzar contra las oficinas de la Guerra el desprecio del público. Y el resultado de esta situación prodigiosa es que un hombre intachable, Picquart, el único entre todos que ha cumplido con su deber, será la víctima escarnecida y castigada. ¡Oh justicia! ¡Que triste desconsuelo embarga el corazón! Picquart es la víctima, se lo acusa de falsario y se dice que fabricó la carta telegrama para perder a Esterhazy. Pero, ¡Dios mío!, ¿por qué motivo? ¿Con qué objeto? Que indiquen una causa, una sola. ¿Estar pagado por los judíos? Precisamente Picquart es un apasionado antisemita. Verdaderamente asistimos a un espectáculo infame; para proclamar la inocencia de los hombres cubiertos de vicios, deudas y crímenes, acusan un hombre de vida ejemplar. Cuando un pueblo desciende a esas infamias, esta próximo a corromperse y aniquilarse. A esto se reduce, señor Presidente de la república, el asunto Esterhazy, un culpable a quien se trata de salvar haciéndole parecer inocente, hace dos meses que no perdemos de vista esa interesante labor. Y abrevio porque solo quise hacer el resumen, a grandes rasgos, de la historia cuyas ardientes páginas un día serán escritas con toda extensión. Hemos visto al general Pellieux, primero, y al comandante Ravary, mas tarde, hacer una información infame, de la cual han de salir transfigurados los bribones y perdidas las gentes honradas. Después se ha convocado al Consejo de Guerra. ¿Cómo se pudo suponer que un Consejo de Guerra deshiciese lo que había hecho un Consejo de Guerra?
Aparte la fácil elección de los jueces, la elevada idea de disciplina que llevan esos militares en el espíritu, bastaría para debilitar su rectitud. Quien dice disciplina dice obediencia. Cuando el ministro de la guerra, jefe supremo, ha declarado públicamente y entre las aclamaciones de la representación nacional, la inviolabilidad absoluta de la cosa juzgada, ¿queréis que un Consejo de Guerra se determine a desmentirlo formalmente? Jerárquicamente no es posible tal cosa. El general Billot, con sus declaraciones, ha sugestionado a los jueces que han juzgado como entrarían en fuego a una orden sencilla de su jefe: sin titubear. La opinión preconcebida que llevaron al tribunal fue sin duda esta: "Dreyfus ha sido condenado por crimen de traición ante un Consejo de Guerra; luego es culpable y nosotros, formando un Consejo de Guerra, no podemos declararlo inocente. Y como suponer culpable a Esterhazy, sería proclamar la inocencia de Dreyfus, Esterhazy debe ser inocente".
Y dieron el inocuo fallo que pesará siempre sobre nuestros Consejos de Guerra, que hará en adelante sospechosas todas sus deliberaciones. El primer Consejo de guerra pudo equivocarse; pero el segundo ha mentido. El jefe supremo había declarado la cosa juzgada inatacable, santa, superior a los hombres, y ninguno se atrevió a decir lo contrario. Se nos habla del honor del ejército; se nos induce a respetarlo y amarlo. Cierto que sí; el ejército que se alzará en cuanto se nos dirija la menor amenaza, que defenderá el territorio francés, lo forma todo el pueblo, y solo tenemos para el ternura y veneración. Pero ahora no se trata del ejército, cuya dignidad justamente mantenemos en el ansia de justicia que nos devora; se trata del sable, del señor que nos darán acaso mañana. Y besar devotamente la empuñadura del sable del ídolo. ¡No, eso no!
Por lo demás queda demostrado que el proceso Dreyfus no era mas que un asunto particular de las oficinas de guerra; un individuo del Estado Mayor, denunciado por sus camaradas del mismo cuerpo, y condenado, bajo la presión de sus jefes.
Por lo tanto, lo repito, no puede aparecer inocente sin que todo el Estado mayor aparezca culpable. Por esto las oficinas militares, usando todos los medios que les ha sugerido su imaginación y que les permiten sus influencias, defienden a Esterhazy para hundir de nuevo a Dreyfus. ¡Ah!, que gran barrido debe hacer el Gobierno republicano en esa cueva jesuítica (frase del mismo general Billot). ¿Cuándo vendrá el ministerio verdaderamente fuerte y patriota, que se atreva de una vez a refundirlo, y renovarlo todo? Conozco a muchas gentes que, suponiendo posible una guerra, tiemblan de angustia, ¡porque saben en qué manos esta la defensa nacional! ¡En qué albergue de intrigas, chismes y dilapidaciones se ha convertido el sagrado asilo donde se decide la suerte de la patria! Espanta la terrible claridad que arroja sobre aquel antro el asunto Dreyfus; el sacrificio humano de un infeliz, de un puerco judío. ¡Ah! se han agitado allí la demencia y la estupidez, maquinaciones locas, prácticas de baja policía, costumbres inquisitoriales; el placer de algunos tiranos que pisotean la nación, ahogando en su garganta el grito de verdad y de justicia bajo el pretexto, falso y sacrílego, de razón de estado.
Y es un crimen más apoyarse con la persona inmunda, dejarse defender por todos los bribones de París, de manera que los bribones triunfen insolentemente, derrotando el derecho y la probidad. Es un crimen haber acusado como perturbadores de Francia a cuantos quieren verla generosa y noble a la cabeza de las naciones libres y justas, mientras los canallas urden impunemente el error que tratan de imponer al mundo entero. Es un crimen extraviar la opinión con tareas mortíferas que la pervierten y la conducen al delirio. Es un crimen envenenar a los pequeños y a los humildes, exasperando las pasiones de reacción y de intolerancia, y cubriéndose con el antisemitismo, de cuyo mal morirá sin duda la Francia libre, si no sabe curarse a tiempo. Es un crimen explotar el patriotismo para trabajos de odio; y es un crimen, en fin, hacer del sable un dios moderno, mientras toda la ciencia humana emplea sus trabajos en una obra de verdad y de justicia.
¡Esa verdad, esa justicia que nosotros buscamos apasionadamente, las vemos ahora humilladas y desconocidas! Imagino el desencanto que padecerá sin duda el alma de M. Scheurer-Kestner, y lo creo atormentado por los remordimientos de no haber procedido revolucionariamente el día de la interpelación en el Senado, desembarazándose de su carga, para derribarlo todo de una vez. Creyó que la verdad brilla por si sola, que se lo tendría por honrado y leal, y esta confianza lo ha castigado cruelmente. Lo mismo le ocurre al teniente coronel Picquart que, por un sentimiento de dignidad elevada, no ha querido publicar las cartas del general Gonse; escrúpulos que lo honran de tal modo que, mientras permanecía respetuoso y disciplinado, sus jefes lo hicieron cubrir de lodo instruyéndole un proceso de la manera mas desusada y ultrajante. Hay, pues, dos víctimas; dos hombres honrados y leales, dos corazones nobles y sencillos, que confiaban en Dios, mientras el diablo hacia de las suyas. Y hasta hemos visto contra el teniente coronel Picquart este acto innoble: un tribunal francés consentir que se acusara públicamente a un testigo y cerrar los ojos cuando el testigo se presentaba para explicar y defenderse. Afirmo que esto es un crimen más, un crimen que subleva la conciencia universal. Decididamente, los tribunales militares tienen una idea muy extraña de la justicia.
Tal es la verdad, señor Presidente, verdad tan espantosa, que no dudo quede como una mancha en vuestro gobierno. Supongo que no tengáis ningún poder en este asunto, que seáis un prisionero de la Constitución y de la gente que os rodea; pero tenéis un deber de hombre en el cual meditaréis cumpliéndolo, sin duda honradamente. No creáis que desespero del triunfo; lo repito con una certeza que no permite la menor vacilación; la verdad avanza y nadie podrá contenerla.
Hasta hoy no principia el proceso, pues hasta hoy no han quedado deslindadas las posiciones de cada uno; a un lado los culpables, que no quieren la luz; al otro los justicieros que daremos la vida porque la luz se haga. Cuanto más duramente se oprime la verdad, más fuerza toma, y la explosión será terrible. Veremos como se prepara el más ruidoso de los desastres.
Señor Presidente, concluyamos, que ya es tiempo.

Yo acuso al teniente coronel Paty de Clam como laborante -quiero suponer inconsciente- del error judicial, y por haber defendido su obra nefasta tres años después con maquinaciones descabelladas y culpables.
Acuso al general Mercier por haberse hecho cómplice, al menos por debilidad, de una de las mayores iniquidades del siglo.
Acuso al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas de la inocencia de Dreyfus, y no haberlas utilizado, haciéndose por lo tanto culpable del crimen de lesa humanidad y de lesa justicia con un fin político y para salvar al Estado Mayor comprometido.
Acuso al general Boisdeffre y al general Gonse por haberse hecho cómplices del mismo crimen, el uno por fanatismo clerical, el otro por espíritu de cuerpo, que hace de las oficinas de Guerra un arca santa, inatacable.
Acuso al general Pellieux y al comandante Ravary por haber hecho una información infame, una información parcialmente monstruosa, en la cual el segundo ha labrado el imperecedero monumento de su torpe audacia.
Acuso a los tres peritos calígrafos, los señores Belhomme, Varinard y Couard por sus informes engañadores y fraudulentos, a menos que un examen facultativo los declare víctimas de ceguera de los ojos y del juicio.
Acuso a las oficinas de Guerra por haber hecho en la prensa, particularmente en L'Éclair y en L'Echo de París. una campaña abominable para cubrir su falta, extraviando a la opinión pública.
Y por último: acuso al primer Consejo de Guerra, por haber condenado a un acusado fundándose en un documento secreto, y al segundo Consejo de Guerra, por haber cubierto esta ilegalidad, cometiendo el crimen jurídico de absolver conscientemente a un culpable.
No ignoro que, al formular estas acusaciones, arrojo sobre mí los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que se refieren a los delitos de difamación. Y voluntariamente me pongo a disposición de los Tribunales.
En cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco ni las he visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como espíritus de maleficencia social. Y el acto que realizo aquí, no es más que un medio revolucionario de activar la explosión de la verdad y de la justicia.
Sólo un sentimiento me mueve, sólo deseo que la luz se haga, y lo imploro en nombre de la humanidad, que ha sufrido tanto y que tiene derecho a ser feliz. Mi ardiente protesta no es más que un grito de mi alma. Que se atrevan a llevarme a los Tribunales y que me juzguen públicamente.
Así lo espero.
Émile Zola
París, 13 de enero de 1898

domingo, 9 de enero de 2011

¿De qué tratan nuestras vidas? de Belén Gopegui


Hace unos cuantos años una escritora joven, que había publicado tal vez dos o tres novelas, imaginó esta historia:
Alberto y Diego, dos amigos de juventud, volvieron a verse cuando ambos tenían cuarenta años. Era el invierno del año 2000. Los dos charlaban en el salón de la casa de Alberto. Primero se contaron qué había sido de sus amores, de sus trabajos, de su dinero. Luego se informaron mutuamente sobre sus antiguos amigos comunes. Avanzada la noche, mientras se servían la segunda copa. Diego preguntó a Alberto:
- ¿De qué ha tratado tu vida?
Alberto miró a Diego, al principio sorprendido, después halagado por el interés de su amigo y, casi en seguida, incómodo.
- No puedo contestar a esa pregunta -dijo. - Sólo tengo cuarenta años. Espera a que cumpla sesenta y cinco y entonces te contestaré.
Siguieron bebiendo y hablando de cine, de política, se contaron algunos proyectos. A las dos de la mañana, Diego se fue y ya junto a la puerta le propuso acordar una cita veinticinco años más tarde, al margen de otros posibles encuentros. Como en ese periodo los dos podían mudarse de casa y algunos bares y cafés podrían desaparecer, decidieron citarse bajo los soportales del museo del Prado.
Para Alberto aquellos veinticinco años pasaron a mucha más velocidad de lo que en el salón de su casa había supuesto. Tuvo una hija, se separó de su mujer, le ascendieron, hubo una epidemia por la insalubridad del agua, le destinaron a Italia por motivos de trabajo durante cuatro años, se casó de nuevo con una mujer genovesa, volvió a Madrid, compró una casa, el paro rebasó los seis millones de personas, murió su padre, su madre se fue a vivir con su hermano, su equipo ganó la liga nueve veces, enfermó y le operaron, su hija se hizo percusionista de la orquesta de Granada. A medida que se acercaba el plazo, la pregunta de Diego venía a su mente con mayor insistencia, llenándole de melancolía. Entonces esperaba a que se acostara su mujer, se preparaba una copa y tomaba grandes decisiones: fundaría una sociedad secreta, tendría una amante, se iría a Pekín y viviría durante diez años sin que nadie supiera su nombre. Luego se acostaba, melancólico aún, y un poco avergonzado de sus fantasías. Antes de quedarse dormido se preguntaba qué estaría haciendo Diego.
Y llegó el invierno del año número veinticinco. Cuando Alberto vio a Diego, le dijo:
- Dame cinco años más. Voy a jubilarme. Ahora mi vida será realmente mía. Podré recuperar mi afición por la música, viajar a donde quiera sin billete de vuelta, dar mi tiempo a asociaciones y proyectos.
Entraron en un café y de nuevo se contaron qué había sido de sus amores, de sus trabajos, de sus fortunas, y se informaron sobre antiguos amigos comunes. Antes de las nueve, volvieron a sus casas, pues ambos padecían un fuerte catarro.
Al mes siguiente de jubilarse Alberto se fue a Pekín, solo y sin fecha de regreso. Volvió después de un mes, pues echaba de menos su casa, a su mujer, el clima, las comidas. De joven había tocado el contrabajo. Aconsejado por su hija, pensó en comprar uno, pero no se decidía a hacerlo. Y una tarde de otoño, a sus sesenta y seis años, abrió una novela que alguien le había regalado en Navidad. Era una novela con argumento. Luego siguió otra, y después otra. Hubo varias largas y buenas novelas durante los cuatro años, hubo también música y novelas como cuentos y tardes ante la televisión. Para la cita que ambos amigos temían fuera la última, habían elegido la primavera. Se encontrarían el 14 de abril del año 2030 a las doce del mediodía a la entrada de un parque. Diego había llegado primero. Buscaron un banco al sol, se sentaron con lentitud y Alberto dijo:
- Mi vida trata de un hombre que ha llegado tarde a la conciencia de su propio destino; tarde, por tanto, al destino de su tiempo. Pero no ha llegado tan tarde como para no procurar que alguien lo cuente y escriba: la vida de aquel hombre trataba de, intentaba decir a los demás: podemos llegar tarde a nuestro destino.
Después, mirando a Diego, añadió:
- ¿Y la tuya, de qué trata la tuya?
¿Y la nuestra?
Así terminaba la historia de la novelista. Luego, el paso del tiempo trae, si no necesariamente resignación ni indulgencia, sí mayor comprensión y compasión. Sartre lo enunció de este modo en su recreación de Electra: "Le es fácil condenar a quién es joven y aún no ha tenido tiempo de hacer daño". Una versión más suave es la del comediante Peter Cook: "Oh sí, he aprendido de mis errores y estoy seguro de poder repetirlos exactamente"
Baqueatada, entonces, como cualquier humano, la escritora regresa a aquella historia y piensa que no la abordaría igual. La escritora de hoy procuraría no dejar de transmitir que, si bien en los relatos puede haber planteamiento, nudo y desenlace, en las vidas predomina la confusión, a saber: planteamiento, lío y desenlace. Y en medio de la confusión, la agitación, a veces el argumento es triste o no bueno, pero aún así es posible encontrar un destello de sentido. Voy a citar ahora a una autora maravillosa, y escasamente presente en el mundo editorial español, se llama Elizabeth Taylor, no, no es la actriz. En su novela más conmovedora, Una vista del puerto, Taylor construye varios secundarios inolvidables. Entre ellos, la señora Bracey, mujer mayor, con ganas de controlarlo todo, y muy especialmente la vida de su hija. No es un personaje con encanto, tiene los miedos y defectos de cualquier ser vivo, y en ocasiones algunos más, y ha llevado una existencia un tanto asfixiante para ella y para quienes la rodean. Sin embargo, una tarde, tendida en su lecho de muerte, recuerda, cito: "la imagen de una Nochebuena en la que ella, una niña pequeña, se encontraba en una tienda en penumbra con la intención de comprar una camisa incandescente para el gas. La tienda olía a parafina, a madera alquitranada para quemar y a velas. De repente, mientras hacía girar la moneda entre sus dedos, le invadió una sensación de completa felicidad, una felicidad tan intensa que ni siquiera el día de Navidad podía superar, porque era una dicha perfecta. "Duró toda una vida", se dijo. "Cuando pienso en la infancia pienso en mí, en aquella tarde, en aquella tienda, mientras anochecía rápidamente y un chorro de gas como la cola de un pez o una flor -un lirio- oscilaba y siseaba en lo alto. Ha durado toda la vida pero ya no puede durar más. Cuando yo muera, morirá también, y entonces será como si nunca hubiera sucedido". Hasta aquí la cita, en traducción de Carmen Franci.
¿Podría decirle la señora Bracey a Diego que su vida trata de aquella niña, de la dicha perfecta de aquel momento? Sí y no. El argumento pide tiempo, considera los actos y sus consecuencias. La señora Bracey no debe escapar de su conducta con su hija, por ejemplo, o con los vecinos, a través de ese instante en la tienda que olía a parafina. Pero, al mismo tiempo, el argumento de la vida de la señora Bracey sin ese instante estaría incompleto. Elias Cantetti supo dejar esta cuestión escrita para siempre, cito: "El espíritu debe recogerse a cada tanto en el relato de una historia larga. No puede vivir tan sólo de agujas y crueldad. También precisa hilos tiernos".
La pregunta que atañe al novelista y, de otra forma, a la vida diaria, puede formularse así: ¿cuáles son los hechos relevantes? Como saben, la economía ha hecho suya esta expresión, "hechos relevantes", y la Ley 24/1988 de 28 de julio, en el capítulo relativo a las normas de conducta aplicables a quienes presten servicio de inversión, los define como aquellos "cuyo conocimiento pueda afectar a un inversor razonablemente para adquirir o transmitir valores o instrumentos financieros". En cuanto a la vida, quizá pudiéramos, en efecto, decir que los hechos relevantes son aquellos cuyo conocimiento puede afectarnos a la hora de adquirir o transmitir valores, no sólo financieros. La pregunta que falta, sin embargo, la que tendríamos que hacerle a Alberto y a Diego sería: qué papel juega la irrelevancia, cuánto cuenta lo que no cuenta.
Patinar, por ejemplo, he aquí un acto irrelevante. Tal vez recuerden el discurso de Rafael Sánchez Ferlosio en la entrega del premio Cervantes: allí, entre otros asuntos, habló, sí, de patinar. Fue el suyo, en cierto modo, un discurso contra el argumento. Defendía la literatura que él llamaba de manifestación, aquella destinada sólo a que los personajes se manifiesten, como el teatro de títeres, Charlot, los tebeos o don Quijote y Sancho. Por el contrario, afirmaba, la literatura con argumento o de destino elige, cito, “frente a la turbadora turbulencia de los hechos, la limpia e inteligible consecuencia lógica”. Y proseguía Ferlosio: “Aristóteles, hijo de médico, recetaba la medicina de la racionalidad de una forma que no era más que un placebo frente a un mundo que seguía imperando como pura sinrazón. En su Estética, a despecho de su inmenso talento, Aristóteles era ya un buen burgués, que prefería la injusticia al desorden”.
Le he dado muchas vueltas a ese discurso. Porque mi maestro, Juan Blanco, me enseñó a admirar a Aristóteles, y él, desde luego, nunca habría preferido la injusticia al desorden. No obstante, también admiro a Ferlosio y considero su razonamiento feliz, en ambos sentidos de la palabra. Ferlosio encadenaba, de una manera, todo hay que decirlo, consecuente y lógica, el argumento al destino, y el destino a la Historia, escrita por él con mayúscula. Donde hay argumento, venía a decir, hay personajes con destino, y ese destino con frecuencia queda en manos de la Historia, escrita por Ferlosio con mayúscula, una Historia que no suele pedir alegría a las personas sino sacrificio y a veces muerte. En el otro lado estarían las obras de manifestación, el carácter y la felicidad, ligado esto a lo que él llama tiempo "consuntivo": un tiempo distenso, donde cada instante se pertenece a sí mismo, pues no está en función de otros; "un tiempo", dice, "sin sentido, ya que en su seno se gozan los bienes, y no se persigue fin alguno". Ese tiempo se encarnaría, por ejemplo, patinando.
No me resisto a leerles su perfecta descripción del placer de patinar, cito: "Es ventajista: reside en gastar poco y lograr mucho, en la sensación corporal de liberación de la gravedad, de ventaja sobre ésta, de ingravidez gratuitamente conseguida; precisamente gratuita, como un don, como un bien. El que patina va y viene como quiere, a la velocidad que quiere, pero, sobre todo, sin ir a ninguna parte y disfrutando a cada instante durante el ejercicio". Y yo que sé que algunos días escribir es un poco como patinar, pues el escritor o la escritora,más incluso que contar algo lo que solemos desear es el momento de estar imaginándolo, dibujándolo con palabras, escribiéndolo, de pronto me preguntaba si no tendríamos que renunciar a los hechos relevantes y al sentido. Si escribir no tendría que ser una sucesión de manifestaciones, epifanías, momentos en los que las palabras se liberan y nos liberan de la gravedad haciéndonos reír, soltar amarras, como la niña enferma que surca los mares a través de los libros o, poniéndonos menos, o más, estupendos, como el pequeño Enjuto Mojamuto cuando se describe alto y musculoso ante su cibernovia. Pero si decidía eso, ¿qué hacer con Aristóteles, con los fines, con el deseo del bien común?
Yo no quería renunciar al tiempo consuntivo de Ferlosio, ni tampoco quería renunciar al sentido, a la idea de que sigue habiendo razones para buscar una sociedad más justa. Pensé entonces en la imagen del patinaje y en que cuando patinas sabes que el placer y los fines no están tan separados. Querer hacer algo bien no es necesariamente síntoma de perfeccionismo, ni tampoco de voluntad de competir. Para liberarse de la gravedad hay que patinar bien. No sólo porque así evitaremos que las caídas estrepitosas acaben con el placer y nuestros huesos. También porque el placer estriba en cierta desenvoltura, y en mantener buenas relaciones con la velocidad. Subrayo ahora en el adverbio bien, y lo distingo del "muy bien", así como Aristóteles hablaba de una vida buena y no muy buena o la vida padre. La frase de Ferlosio para ser exacta necesitaría el adverbio: "el placer de patinar bien es ventajista....", etcétera. Si no sabes frenar, si tiemblas en los giros y cualquier pequeño obstáculo te desequilibra, no hay tal placer de patinar. Aquellos que practican el llamado patinaje agresivo, o quienes realizan competiciones o juegan al hockey, salen del tiempo consuntivo ferlosiano para entrar en el tiempo adquisitivo, tenso, en busca de una meta. Pero quienes se quedan, quienes sólo persiguen el placer ventajista del ir y venir ingrávido y gratuito, también quieren patinar bien.
Juega Ferlosio, como en ocasiones Hölderlin, como todos los que tienden a renegar de las grandes causas, con una idea hegeliana y mayúscula de la Historia que impone destinos y avasalla la vida de las gentes. Existe, sin embargo, una historia con minúscula en donde se lucha por hacer las cosas bien. Eso es un fin y es al mismo tiempo un durante, y en el durante hay sentido. El durante nos muestra el camino de la empatía y la solidaridad, el durante nos dice: paraíso ahora o evitar el sufrimiento evitable ahora. En el durante están la contingencia y lo concreto. La Historia con mayúscula impone unos fines, sí, pero ¿quiénes en concreto los imponen? Dice Ferlosio citando a Jacinto Batalla: "El argumento se quedó parado y sobrevino la felicidad", y sin embargo: ¿el argumento de quién? ¿la Historia con mayúscula de quién? ¿Quién, insisto, elige los fines? La Historia con mayúscula suele ignorar los hechos que se cruzan, los instantes, la pequeña contradicción. El fin se presenta entonces como una apisonadora que olvida límites y particularidades. La historia con minúscula, en cambio, se parece mucho a una novela.
Verán, una de las cosas buenas que tiene la novela frente a la literatura que Ferlosio llama de destino, sea ésta teatro, cine y incluso cuento, es poder librarnos del famoso clavo de una vez. Este clavo, al cual se refirió Chejov en una conversación con Ilia Guirland, es citado por dramaturgos y cuentistas. Según los dramaturgos. "Si en el primer acto tienes una pistola colgando de un clavo en la pared, esa pistola debe dispararse en el tercer acto". Lo cuentistas prescinden de la pistola: "Si hay un clavo en la pared al principio de un cuento, entonces el héroe debe colgarse de ese clavo al final". Todo lo que aparezca debe estar ahí por algún motivo. Así, y con respecto a ciertas películas previsibles, lo explica la vaca cinéfila de las tiras cómicas Liniers: "Si alguien tose en una película... se muere" (y añade: la gente no estornuda en las películas).
En la novela también hay causas y consecuencias, sí, las hay en el argumento de lo que se está contando. Pero hay, además, una acumulación significativa de hechos irrelevantes que esos otros géneros no se pueden permitir. Como la camisa incandescente para el gas de la señora Bracey. La vida es seguramente irrelevante, la vida tiene pocas reglas y, seguramente, casi no tiene sentido. Pero en ese casi y en ese seguramente alienta nuestra llama, como la cola de un pez o una flor -un lirio-, oscila y sisea en lo alto y a veces nos hace reír, y otras, temblar.
Hay una pequeña historia con la que los filósofos se ríen de sí mismos. Un chico ha quedado con una chica por primera vez. Y está muy nervioso porque no sabe de qué hablar. Su padre le dice que hay tres temas que garantizan que fluya la conversación: la familia, la comida y la filosofía. El chico y la chica se encuentran y después de un silencio embarazoso, el chico pregunta: ¿Tienes un hermano? No. ¿Te gusta el queso? No. Desesperado, el chico se acuerda de la filosofía: ¿Si tuvieras un hermano, le gustaría el queso? Probablemente, si, en vez de la filosofía, el padre hubiera mencionado la literatura, la salida del chico habría sido mirar a la chica con ojos arrebatados y decir: "¿Sabes? siempre supe que me enamoraría de una chica que no tuviera un hermano y a quien no le gustara el queso". Porque, pese a todos los discursos del arte por el arte y del misterio de la literatura, a menudo hemos soñado fines para ella, hemos querido hacer con la literatura algo que tuviera un efecto, como apostar o prometer, como, al decir palabras, abrir la cueva de las mil y una noches. Y hemos buscado historias que fueran capaces de infundir valor, curar la melancolía, hacerte suspirar.
¿Pero qué ocurre con lo ya sucedido, la memoria, lo que la novela no puede cambiar sino sólo evocar, dar noticia de lo que pasó? En mi caso, en varias de mis novelas se encuentran hechos históricos bastante próximos, las elecciones del 96 en La conquista del aire, el referéndum de la OTAN y la huelga del 14 D en Lo real, los fusilamientos en Cuba de tres secuestradores de una embarcación en El lado frío de la almohada. Los hechos de la historia, en una novela no histórica, son su parte irrelevante: no porque carezcan, en absoluto, de importancia sino porque no son consecuencia de las acciones de los personajes. Están ahí, son aquello con lo que los personajes se rozan, y surgen, como la fuerza de rozamiento, debido a las imperfecciones en las superficies de contacto. Tales imperfecciones se encuentran incluso en el asfalto deslizante, ventajista, que recorre el patinador. Ahí ha caído una rama, una piedra, ahí hay un pequeño palo blanco de chupa-chups, al fondo el suelo es más alto, aquí está más hundido. Por ellas, por las imperfecciones, procuramos patinar bien. En ellas el carácter se une con el destino y el argumento con el sentido del humor, no en vano Bergson decía, como saben, que la risa es una corrección de la velocidad adquirida. Por ellas comprendemos que entre causa y consecuencia se encuentra siempre algo o alguien, un desvío, cinco bifurcaciones, un pequeño palo blanco o un rodeo, o un gesto de violencia que nos cierra el paso. Mientras la ciencia persigue la aplicación particular de una ley general, la literatura busca, por el contrario, la comprensión general de una experiencia particular. La buena novela intentará hacer comprensibles esos hechos contando cómo rozaron a los personajes, y a esos personajes contando cómo fueron rozados por esos hechos.
Volvamos ahora, para terminar, a Alberto y Diego. No se asusten, no pretendo que se peguen un tiro, ni que se ahorquen en el clavo de la congruencia, ni que tosan. Ambos amigos han buscado un banco al sol, se han sentado con lentitud, y tal vez empiezan a intuir que hay un escritor de su argumento. Pero no me refiero al Dios de barba blanca, ni a la escritora de pelo blanco. Lo que van comprendiendo es que uno nunca conoce por completo el argumento de su propia vida, como tampoco uno se hace solo a sí mismo. Uno es responsable de su historia, sí, pero el escritor está ahí fuera y es multitudinario: son los otros que pasaron fugaces y los que se quedaron, es la clase social y es el palo blanco que corrigió nuestra velocidad adquirida, es la coerción del dominante y la reacción del dominado. Por eso, hacer nuestro argumento requiere intervenir en el argumento de la historia común. ¿Para ganar? No. Para poder patinar con otros, porque el patinador sabe que, aun cuando cada uno vaya a su aire, es bueno estar acompañado, en las caídas y en el placer. La mejor tradición socialista siempre ha reivindicado el derecho del trabajador a ascender con su clase. Hoy habría que pedir, además, el derecho a conservar en común la tierra en que librar esa lucha. Quien asciende en soledad, desclasándose, sólo trepa, pero no se desliza junto con otros. Decía Ferlosio, provocando a Aristóteles: “El amor a la consecuencia o congruencia se revela como un sedante estético”. Creo que Ferlosio tiene razón en el futuro. El amor a la congruencia tal vez pueda desvanecerse cuando muchas cosas concretas, injustas y evitables dejen de ser como a veces parece que siempre han sido. Pero hasta entonces, y sin sentirlos como un sedante ni un falso con suelo, hagamos nuestro este fragmento de un poema de Arthur Clough, poema al que he llegado a través del filósofo igualitarista Gerald A. Cohen, y que, apostemos, Don Quijote y Sánch(o)ez Ferlosio suscribirían:
No digas que de nada sirve la lucha,
Que son las heridas y el esfuerzo en vano,
Que el enemigo no ceja ni desfallece,
Y que seguirán siendo las cosas como siempre han sido.
Si fue falsa la esperanza, también los temores pueden mentir;
Tal vez tras ese humo lejano, ocultos
Ahora mismo tus camaradas persigan al adversario en retirada
Y, pese a tu escepticismo, resulten ser dueños del campo de batalla.
Pues aunque aquí las olas exhaustas rompan en vano
Sin que parezcan un palmo ganar,
Por allá la marea inunda bahías y ensenadas
y avanza en silencio.
Muchas gracias

*Este texto surge de la intervención en el curso 'El pasado presente: la memoria como elemento de actualidad', dirigido por Francisco Javier Pérez Martínez Alicia Gómez Montano y organizado por la Universidad de Málaga en la semana del 5 al 9 de julio.