OTRAS VOCES, ESTE ÁMBITO
(TEXTOS, ARTÍCULOS, CONFERENCIAS DE OTROS ÁMBITOS PARA ENRIQUECER NUESTRA VOZ)
sábado, 30 de abril de 2011
Algunos aspectos del cuento (Julio Cortázar)
ME ENCUENTRO HOY ante ustedes en una situación bastante paradójica. Un cuentista argentino se dispone a cambiar ideas acerca del cuento sin que sus oyentes y sus interlocutores, salvo algunas excepciones, conozcan nada de su obra. El aislamiento cultural que sigue perjudicando a nuestros países, sumado a la injusta incomunicación a que se ve sometida Cuba en la actualidad, han determinado que mis libros, que son ya unos cuantos, no hayan llegado más que por excepción a manos de lectores tan dispuestos y tan entusiastas como ustedes. Lo malo de esto no es tanto que ustedes no hayan tenido oportunidad de juzgar mis cuentos, sino que yo me siento un poco como un fantasma que viene a hablarles sin esta relativa tranquilidad que da siem¬pre el saberse precedido por la labor cumplida a lo largo de los años. Y esto de sentirse como un fantasma debe ser ya perceptible en mi, porque hace unos días una señora argentina me é aseguró en el hotel Riviera que yo no era julio Cortázar, y ante mi estupefacción agregó que el auténtico Julio Cortázar es un señor de cabellos blancos, muy amigo de un pariente suyo, y que no se ha movido nunca de Buenos Aires. Como yo hace doce' años que resido en París, comprenderán ustedes que mi calidad espectral se ha intensificado notablemente después de esta revelación. Si de golpe desaparezco en mitad de una frase, no me sorprenderé demasiado; y a lo mejor salimos todos ganando.
Se afirma que el deseo más ardiente de un fantasma es recobrar por lo menos un asomo de corporeidad, algo tangible que lo devuelva por un momento a su vida de carne y hueso. Para lograr un poco de tangibilidad ante ustedes, voy a decir en pocas palabras cuál es la dirección y el sentido de mis cuentos. No lo hago por mero placer informativo, porque ninguna reseña teórica puede sustituir la obra en sí; mis razones son más importantes que ésa. Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario, y es posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las lean, me parece de una elemental honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial manera de entender el mundo. Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y como yo lo practico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas razones. Vivo en un país —Francia— donde este género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico, obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta. Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario.
Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos de lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos solo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco incasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos solo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades. En América, tanto en Cuba como en Méjico o Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose aveces de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Solo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.
Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara con la novela, género mucho más popular y sobre le cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, al novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un “orden abierto”, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándolo determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el “clímax” de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa “apertura” a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chéjov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada. Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.
Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos —cómo decirlo— al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más basta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbalmente y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: “Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo.” A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado amablemente: “Muchas gracias”, y jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante —por más divertido o emocionante que pueda ser—, y otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está esperando el lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aisla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circuntancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en al manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato dmeorado y caudalosos de Henry James —La lección del maestro, por ejemplo— se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento. En mi país, y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores más variados: maduros o jóvenes, de la ciudad o del campo, entregados a la literatura por razones estéticas o por imperativos sociales del momento, comprometidos o no comprometidos. Pues bien, y aunque suene a perogrullada, tanto en la Argentina como aquí los buenos cuentos los están escribiendo quienes dominen el oficio en el sentido ya indicado. Un ejemplo argentino aclarará mejor esto. En nuestras provincias centrales y norteñas existe una larga tradición de cuentos orales, que los gauchos se transmiten de noche en torno al fogón, que los padres siguen contando a sus hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor regionalista y, en una abrumadora mayoría de casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el sentido del humor y el fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan a la dimensión trágica o poética. Cuando uno los escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y mate, siente como una anulación del tiempo, y piensa que también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de pastores y viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un Homero que hiciese una Iliada o una Odisea de esa suma de tradiciones orales, en mi país surge un señor para quien la cultura de las ciudades es un signo de decadencia, para quien los cuentistas que todos amamos son estetas que escribieron para el mero deleite de clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que para escribir un cuento lo único que hace falta es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible el tono hablado, los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales, eso que llaman el color local. No sé si esa manera de escribir cuentos populares se cultiva en Cuba; ojalá que no, porque en mi país no ha dado más que indigestos volúmenes que no interesan ni a los hombres de campo, que prefieren seguir escuchando los cuentos entre dos tragos, ni a los lectores de la ciudad, que estarán muy echados a perder pero que se tienen bien leidos a los clásicos del género. En cambio —y me refiero también a la Argentina— hemos tenido a escritores como un Roberto J. Payró, un Ricardo Güiraldes, un Horacio Quiroga y un Benito Lynch que, partiendo también de temas muchas veces tradicionales, escuchados de boca de viejos criollos como un Don Segundo Sombra, han sabido potenciar ese material y volverlo obra de arte. Pero Quiroga, Güiraldes y Lynch conocian a fondo cl oficio de escritor, es decir que sólo aceptaban temas significativos, enrique¬cedores, así como Homero debió desechar montones de episodios bélicos y mágicos para no dejar más que aquellos que han llegado hasta nosotros gracias a su enorme fuerza mítica, a su resonan¬cia de arquetipos mentales, de hormonas psíquicas como llamaba Ortega y Gasset a los mitos. Quiroga, Güiraldes y Lynch eran escritores de dimensión universal, sin prejuicios localistas o étnicos o populistas; por eso, además de escoger cuidadosa¬mente los temas de sus relatos, los sometían a una forma líteraria, la única capaz de transmitir al lector todos sus valores, todo su fermento, toda su proyección en profundidad y en altura. Escri¬bían intensamente. No hay otra manera de que un cuento sea eficaz, haga blanco en el lector y se clave en su memoria.
El ejemplo que he dado puede ser de interés para Cuba. Es evidente que las posibilidades que la Revolución ofrece a un cuentista son casi infinitas. La ciudad, el campo, la lucha, el trabajo, los distintos tipos psicológicos, los conflictos de ideología y de carácter; y todo eso como exacerbado por el deseo que se ve en ustedes de actuar, de expresarse, de comunicarse como nunca habían podido hacerlo antes. Pero todo eso, ¿cómo ha de traducirse en grandes cuentos, en cuentos que lleguen al lector con la fuerza y la eficacia necesarias? Es aquí donde me gustaría aplicar concretamente lo que he dicho en un terreno más abstracto. El entusiasmo y la buena voluntad no bastan por sí solos, como tampoco basta el oficio de escritor por sí solo para escribir los cuentos que fijen literariamente (es decir, en la admiración colectiva, en la memoria de un pueblo) la grandeza de esta Revo¬lución en marcha. Aquí, más que en ninguna otra parte, se requiere hoy una fusión total de estas dos fuerzas, la del hombre plena¬mente comprometido con su realidad nacional y mundial, y la del escritor lúcidamente seguro de su oficio. En ese sentido no hay engaño posible. Por más veterano, por mas experto que sea un cuentista, si le falta una motivación entrañable, si sus cuentos no nacen de una profunda vivencia, su obra no irá más allá del mero ejercicio estético. Pero lo contrario será aún peor, porque de nada valen el fervor, la voluntad de comunicar un mensaje, si se carece ele los instrumentos expresivos, estilísticos, que hacen posible esta comunicación. En este momento estamos tocando el punto crucial de la cuestíón. Yo creo, y lo digo después de haber pesado largamente todos los elementos que entran en juego, que escribir para una revolución, que escribir dentro de una revolución, que escribir revolucionariamente, no significa, como creen muchos, escribir obligadamente acerca de la revolución misma. Por mi parte, creo que el escritor revolucionario es aquel en quien se fusionan indisolublemente la conciencia de su libre compromiso individual y colectivo, con esa otra so¬berana libertad cultural que confiere el pleno dominio de su oficio. Si ese escritor, responsable y lúcido, decide escribir literatura fantástica, o psicológica, o vuelta hacia el pasado, su acto es un acto de libertad dentro de la revolución, y por eso es también un acto revolucionario aunque sus cuentos no se ocupen de las formas individuales o colectivas que adopta la revolución. Contrariamente al estrecho criterio de muchos que confunden literatura con pedagogía, literatura con enseñanza, literatura con adoctrinamiento ideológico, un escritor revolucionario tiene todo el derecho de dirigirse a un lector mucho más complejo, mucho más exigente en materia espiritual de lo que imaginan los escritores y los críticos improvisados por las circunstancias y convencidos de que su mundo personal es el único mundo existente, de que las preocupaciones del momento son las únicas preocupaciones válidas. Repitamos, aplicándola a lo que nos rodea en Cuba, la admirable frase de Hamlet a Horacio: “Hay muchas más cosas en el cielo y en la tierra de lo que supone tu filosofia...” Y pensemos que a un escritor no se le juzga solamente por el tema de sus cuentos o sus novelas, sino por su presencia viva en el seno de la colectividad, por el hecho de que el compromiso total de su persona es una garantía indes¬mentible de la verdad y de la necesidad de su obra, por más ajena que ésta pueda parecer a las circunstancias del momento. Esta obra no es ajena a la revolución porque no sea accesible a todo el mundo. Al contrario, prueba que existe un vasto sector de lectores potenciales que, en un cierto sentido, están mucho más separados que el escritor de las metas finales de la revolu¬ción, de esas metas de cultura, de libertad, de pleno goce de la condición humana que los cubanos se han fijado para admira¬ción de todos los que los aman y los comprenden. Cuanto más alto apunten los escritores que han nacido para eso, más altas serán las metas finales del pueblo al que pertenecen. ¡Cuidado con la fácil demagogia de exigir una literatura accesible a todo el mundo! Muchos de los que la apoyan no tienen otra razón para hacerlo que la de su evidente incapacidad para com¬prender una literatura de mayor alcance. Piden clamorosamente temas populares, sin sospechar que muchas veces el lector, por más sencillo que sea, distinguirá instintivamente entre un cuento popular mal escrito y un cuento más difícil y complejo pero que lo obligará a salir por un momento de su pequeño mundo circun¬dante y le mostrará otra cosa, sea lo que sea pero otra cosa, algo diferente. No tiene sentido hablar de temas populares a secas. Los cuentos sobre temas populares sólo serán buenos si se ajustan, como cualquier otro cuento, a esa exigente y difícil mecánica interna que hemos tratado de mostrar en la primera parte de esta charla. Hace años tuve la prueba de esta afirmación en la Argentina, en una rueda de hombres de campo a la que asistíamos unos cuantos escritores. Alguien leyó un cuento basado en un episodio de nuestra guerra de independencia, escrito con una deliberada sencillez para ponerlo, como decía su autor, “al nivel del campesino”. El relato fue escuchado cortésmente, pero era fácil advertir que no había tocado fondo. Luego uno de nosotros leyó La pata de mono, el justamente famo¬so cuento de W. W. Jacobs. El interés, la emoción, el espanto, y finalmente el entusiasmo fueron extraordinarios. Recuerdo que pasamos el resto de la noche hablando de hechicería, de brujos, de venganzas diabólicas. Y estoy seguro de que el cuento de Jacobs sigue vivo en el recuerdo de esos gauchos analfabetos, mientras que el cuento supuestamente popular, fabricado para ellos, con su vocabulario, sus aparentes posibilidades intelectua¬les y sus intereses patrióticos, ha de estar tan olvidado como el escritor que lo fabricó. Yo he visto la emoción que entre la gente sencilla provoca una representación de Hamlet, obra difícil y sutil si las hay, y que sigue siendo tema de estudios eruditos y de infi¬nitas controversias. Es cierto que esa gente no puede comprender muchas cosas que apasionan a los especialistas en teatro isabelino. ¿Pero qué importa? Sólo su emoción importa, su maravilla y su transporte frente a la tragedia del joven príncipe danés. Lo que prueba que Shakespeare escribía verdaderamente para el pueblo, en la medida en que su tema era profundamente significativo para cualquiera -en diferentes planos, sí, pero alcanzando un poco a cada uno- y que el tratamiento teatral de ese tema tenía la in¬tensidad propia de los grandes escritores, y gracias a la cual se quiebran las barreras intelectuales aparentemente más rígidas, y los hombres se reconocen y fraternizan en un plano que está más allá o más acá de la cultura. Por supuesto, sería ingenuo creer que toda gran obra puede ser comprendida y admirada por las gentes sencillas; no es así, y no puede serlo. Pero la admi¬ración que provocan las tragedias griegas o las de Shakespeare, el interés apasionado que despiertan muchos cuentos y novelas nada sencillos ni accesibles, debería hacer sospechar a los parti¬darios del mal llamado “arte popular” que su noción del pueblo es parcial, injusta, y en último término peligrosa. No se le hace ningún favor al pueblo si se le propone una literatura que pueda asimilar sin esfuerzo, pasivamente, como quien va al cine a ver películas de cowboys. Lo que hay que hacer es educarlo, y eso es en una primera etapa tarea pedagógica y no literaria. Para mí ha sido una experiencia reconfortable ver cómo en Cuba los escritores que más admiro participan en la revolución dando lo mejor de si mismos, sin cercenar una parte de sus posibili- dades en aras de un supuesto arte popular que no será útil a nadie. Un día Cuba contará con un acervo de cuentos y de no¬velas que contendrá transmutada al plano estético, eternizada en la dimensión intemporal del arte, su gesta revolucionaria de hoy. Pero esas obras no habrán sido escritas por obligación, por con¬signas de la hora. Sus temas nacerán cuando sea el momento, cuando el escritor sienta que debe plasmarlos en cuentos o novelas o piezas de teatro o poemas. Sus temas contendrán un mensaje auténtico y hondo, porque no habrán sido escogidos por un imperativo de carácter didáctico o proselitista, sino por una irresistible fuerza que se impondrá al autor, y que éste, apelando a todos los recursos de su arte y de su técnica, sin sacrificar nada ni a nadie, habrá de transmitir al lector como se transmiten ras cosas fundamentales: de sangre a sangre, de mano a mano, de hombre a hombre.
Julio Cortázar
lunes, 28 de marzo de 2011
¿Por qué socialismo? (Albert Einstein)
¿Debe quién no es un experto en cuestiones económicas y sociales opinar sobre el socialismo? Por una serie de razones creo que si.
Permítasenos primero considerar la cuestión desde el punto de vista del conocimiento científico. Puede parecer que no hay diferencias metodológicas esenciales entre la astronomía y la economía: los científicos en ambos campos procuran descubrir leyes de aceptabilidad general para un grupo circunscrito de fenómenos para hacer la interconexión de estos fenómenos tan claramente comprensible como sea posible. Pero en realidad estas diferencias metodológicas existen. El descubrimiento de leyes generales en el campo de la economía es difícil por que la observación de fenómenos económicos es afectada a menudo por muchos factores que son difícilmente evaluables por separado. Además, la experiencia que se ha acumulado desde el principio del llamado período civilizado de la historia humana --como es bien sabido-- ha sido influida y limitada en gran parte por causas que no son de ninguna manera exclusivamente económicas en su origen. Por ejemplo, la mayoría de los grandes estados de la historia debieron su existencia a la conquista. Los pueblos conquistadores se establecieron, legal y económicamente, como la clase privilegiada del país conquistado. Se aseguraron para sí mismos el monopolio de la propiedad de la tierra y designaron un sacerdocio de entre sus propias filas. Los sacerdotes, con el control de la educación, hicieron de la división de la sociedad en clases una institución permanente y crearon un sistema de valores por el cual la gente estaba a partir de entonces, en gran medida de forma inconsciente, dirigida en su comportamiento social.
Pero la tradición histórica es, como se dice, de ayer; en ninguna parte hemos superado realmente lo que Thorstein Veblen llamó "la fase depredadora" del desarrollo humano. Los hechos económicos observables pertenecen a esa fase e incluso las leyes que podemos derivar de ellos no son aplicables a otras fases. Puesto que el verdadero propósito del socialismo es precisamente superar y avanzar más allá de la fase depredadora del desarrollo humano, la ciencia económica en su estado actual puede arrojar poca luz sobre la sociedad socialista del futuro.
En segundo lugar, el socialismo está guiado hacia un fin ético-social. La ciencia, sin embargo, no puede establecer fines e, incluso menos, inculcarlos en los seres humanos; la ciencia puede proveer los medios con los que lograr ciertos fines. Pero los fines por si mismos son concebidos por personas con altos ideales éticos y --si estos fines no son endebles, sino vitales y vigorosos-- son adoptados y llevados adelante por muchos seres humanos quienes, de forma semi-inconsciente, determinan la evolución lenta de la sociedad.
Por estas razones, no debemos sobrestimar la ciencia y los métodos científicos cuando se trata de problemas humanos; y no debemos asumir que los expertos son los únicos que tienen derecho a expresarse en las cuestiones que afectan a la organización de la sociedad. Muchas voces han afirmado desde hace tiempo que la sociedad humana está pasando por una crisis, que su estabilidad ha sido gravemente dañada. Es característico de tal situación que los individuos se sienten indiferentes o incluso hostiles hacia el grupo, pequeño o grande, al que pertenecen. Como ilustración, déjenme recordar aquí una experiencia personal. Discutí recientemente con un hombre inteligente y bien dispuesto la amenaza de otra guerra, que en mi opinión pondría en peligro seriamente la existencia de la humanidad, y subrayé que solamente una organización supranacional ofrecería protección frente a ese peligro. Frente a eso mi visitante, muy calmado y tranquilo, me dijo: "¿porqué se opone usted tan profundamente a la desaparición de la raza humana?"
Estoy seguro que hace tan sólo un siglo nadie habría hecho tan ligeramente una declaración de esta clase. Es la declaración de un hombre que se ha esforzado inútilmente en lograr un equilibrio interior y que tiene más o menos perdida la esperanza de conseguirlo. Es la expresión de la soledad dolorosa y del aislamiento que mucha gente está sufriendo en la actualidad. ¿Cuál es la causa? ¿Hay una salida?
Es fácil plantear estas preguntas, pero difícil contestarlas con seguridad. Debo intentarlo, sin embargo, lo mejor que pueda, aunque soy muy consciente del hecho de que nuestros sentimientos y esfuerzos son a menudo contradictorios y obscuros y que no pueden expresarse en fórmulas fáciles y simples.
El hombre es, a la vez, un ser solitario y un ser social. Como ser solitario, procura proteger su propia existencia y la de los que estén más cercanos a él, para satisfacer sus deseos personales, y para desarrollar sus capacidades naturales. Como ser social, intenta ganar el reconocimiento y el afecto de sus compañeros humanos, para compartir sus placeres, para confortarlos en sus dolores, y para mejorar sus condiciones de vida. Solamente la existencia de éstos diferentes, y frecuentemente contradictorios objetivos por el carácter especial del hombre, y su combinación específica determina el grado con el cual un individuo puede alcanzar un equilibrio interno y puede contribuir al bienestar de la sociedad. Es muy posible que la fuerza relativa de estas dos pulsiones esté, en lo fundamental, fijada hereditariamente. Pero la personalidad que finalmente emerge está determinada en gran parte por el ambiente en el cual un hombre se encuentra durante su desarrollo, por la estructura de la sociedad en la que crece, por la tradición de esa sociedad, y por su valoración de los tipos particulares de comportamiento. El concepto abstracto "sociedad" significa para el ser humano individual la suma total de sus relaciones directas e indirectas con sus contemporáneos y con todas las personas de generaciones anteriores. El individuo puede pensar, sentirse, esforzarse, y trabajar por si mismo; pero él depende tanto de la sociedad -en su existencia física, intelectual, y emocional- que es imposible concebirlo, o entenderlo, fuera del marco de la sociedad. Es la "sociedad" la que provee al hombre de alimento, hogar, herramientas de trabajo, lenguaje, formas de pensamiento, y la mayoría del contenido de su pensamiento; su vida es posible por el trabajo y las realizaciones de los muchos millones en el pasado y en el presente que se ocultan detrás de la pequeña palabra "sociedad".
Es evidente, por lo tanto, que la dependencia del individuo de la sociedad es un hecho que no puede ser suprimido -- exactamente como en el caso de las hormigas y de las abejas. Sin embargo, mientras que la vida de las hormigas y de las abejas está fijada con rigidez en el más pequeño detalle, los instintos hereditarios, el patrón social y las correlaciones de los seres humanos son muy susceptibles de cambio. La memoria, la capacidad de hacer combinaciones, el regalo de la comunicación oral ha hecho posible progresos entre los seres humanos que son dictados por necesidades biológicas. Tales progresos se manifiestan en tradiciones, instituciones, y organizaciones; en la literatura; en las realizaciones científicas e ingenieriles; en las obras de arte. Esto explica que, en cierto sentido, el hombre puede influir en su vida y que puede jugar un papel en este proceso el pensamiento consciente y los deseos.
El hombre adquiere en el nacimiento, de forma hereditaria, una constitución biológica que debemos considerar fija e inalterable, incluyendo los impulsos naturales que son característicos de la especie humana. Además, durante su vida, adquiere una constitución cultural que adopta de la sociedad con la comunicación y a través de muchas otras clases de influencia. Es esta constitución cultural la que, con el paso del tiempo, puede cambiar y la que determina en un grado muy importante la relación entre el individuo y la sociedad como la antropología moderna nos ha enseñado, con la investigación comparativa de las llamadas culturas primitivas, que el comportamiento social de seres humanos puede diferenciar grandemente, dependiendo de patrones culturales que prevalecen y de los tipos de organización que predominan en la sociedad. Es en esto en lo que los que se están esforzando en mejorar la suerte del hombre pueden basar sus esperanzas: los seres humanos no están condenados, por su constitución biológica, a aniquilarse o a estar a la merced de un destino cruel, infligido por ellos mismos.
Si nos preguntamos cómo la estructura de la sociedad y de la actitud cultural del hombre deben ser cambiadas para hacer la vida humana tan satisfactoria como sea posible, debemos ser constantemente conscientes del hecho de que hay ciertas condiciones que no podemos modificar. Como mencioné antes, la naturaleza biológica del hombre es, para todos los efectos prácticos, inmodificable. Además, los progresos tecnológicos y demográficos de los últimos siglos han creado condiciones que están aquí para quedarse. En poblaciones relativamente densas asentadas con bienes que son imprescindibles para su existencia continuada, una división del trabajo extrema y un aparato altamente productivo son absolutamente necesarios. Los tiempos -- que, mirando hacia atrás, parecen tan idílicos -- en los que individuos o grupos relativamente pequeños podían ser totalmente autosuficientes se han ido para siempre. Es sólo una leve exageración decir que la humanidad ahora constituye incluso una comunidad planetaria de producción y consumo.
Ahora he alcanzado el punto donde puedo indicar brevemente lo que para mí constituye la esencia de la crisis de nuestro tiempo. Se refiere a la relación del individuo con la sociedad. El individuo es más consciente que nunca de su dependencia de sociedad. Pero él no ve la dependencia como un hecho positivo, como un lazo orgánico, como una fuerza protectora, sino como algo que amenaza sus derechos naturales, o incluso su existencia económica. Por otra parte, su posición en la sociedad es tal que sus pulsiones egoístas se están acentuando constantemente, mientras que sus pulsiones sociales, que son por naturaleza más débiles, se deterioran progresivamente. Todos los seres humanos, cualquiera que sea su posición en la sociedad, están sufriendo este proceso de deterioro. Los presos a sabiendas de su propio egoísmo, se sienten inseguros, solos, y privados del disfrute ingenuo, simple, y sencillo de la vida. El hombre sólo puede encontrar sentido a su vida, corta y arriesgada como es, dedicándose a la sociedad.
La anarquía económica de la sociedad capitalista tal como existe hoy es, en mi opinión, la verdadera fuente del mal. Vemos ante nosotros a una comunidad enorme de productores que se están esforzando incesantemente privándose de los frutos de su trabajo colectivo -- no por la fuerza, sino en general en conformidad fiel con reglas legalmente establecidas. A este respecto, es importante señalar que los medios de producción --es decir, la capacidad productiva entera que es necesaria para producir bienes de consumo tanto como capital adicional-- puede legalmente ser, y en su mayor parte es, propiedad privada de particulares.
En aras de la simplicidad, en la discusión que sigue llamaré "trabajadores" a todos los que no compartan la propiedad de los medios de producción -- aunque esto no corresponda al uso habitual del término. Los propietarios de los medios de producción están en posición de comprar la fuerza de trabajo del trabajador. Usando los medios de producción, el trabajador produce nuevos bienes que se convierten en propiedad del capitalista. El punto esencial en este proceso es la relación entre lo que produce el trabajador y lo que le es pagado, ambos medidos en valor real. En cuanto que el contrato de trabajo es "libre", lo que el trabajador recibe está determinado no por el valor real de los bienes que produce, sino por sus necesidades mínimas y por la demanda de los capitalistas de fuerza de trabajo en relación con el número de trabajadores compitiendo por trabajar. Es importante entender que incluso en teoría el salario del trabajador no está determinado por el valor de su producto.
El capital privado tiende a concentrarse en pocas manos, en parte debido a la competencia entre los capitalistas, y en parte porque el desarrollo tecnológico y el aumento de la división del trabajo animan la formación de unidades de producción más grandes a expensas de las más pequeñas. El resultado de este proceso es una oligarquía del capital privado cuyo enorme poder no se puede controlar con eficacia incluso en una sociedad organizada políticamente de forma democrática. Esto es así porque los miembros de los cuerpos legislativos son seleccionados por los partidos políticos, financiados en gran parte o influidos de otra manera por los capitalistas privados quienes, para todos los propósitos prácticos, separan al electorado de la legislatura. La consecuencia es que los representantes del pueblo de hecho no protegen suficientemente los intereses de los grupos no privilegiados de la población. Por otra parte, bajo las condiciones existentes, los capitalistas privados inevitablemente controlan, directamente o indirectamente, las fuentes principales de información (prensa, radio, educación). Es así extremadamente difícil, y de hecho en la mayoría de los casos absolutamente imposible, para el ciudadano individual obtener conclusiones objetivas y hacer un uso inteligente de sus derechos políticos.
La situación que prevalece en una economía basada en la propiedad privada del capital está así caracterizada en lo principal: primero, los medios de la producción (capital) son poseídos de forma privada y los propietarios disponen de ellos como lo consideran oportuno; en segundo lugar, el contrato de trabajo es libre. Por supuesto, no existe una sociedad capitalista pura en este sentido. En particular, debe notarse que los trabajadores, a través de luchas políticas largas y amargas, han tenido éxito en asegurar una forma algo mejorada de "contrato de trabajo libre" para ciertas categorías de trabajadores. Pero tomada en su conjunto, la economía actual no se diferencia mucho de capitalismo "puro". La producción está orientada hacia el beneficio, no hacia el uso. No está garantizado que todos los que tienen capacidad y quieran trabajar puedan encontrar empleo; existe casi siempre un "ejército de parados". El trabajador está constantemente atemorizado con perder su trabajo. Desde que parados y trabajadores mal pagados no proporcionan un mercado rentable, la producción de los bienes de consumo está restringida, y la consecuencia es una gran privación. El progreso tecnológico produce con frecuencia más desempleo en vez de facilitar la carga del trabajo para todos. La motivación del beneficio, conjuntamente con la competencia entre capitalistas, es responsable de una inestabilidad en la acumulación y en la utilización del capital que conduce a depresiones cada vez más severas. La competencia ilimitada conduce a un desperdicio enorme de trabajo, y a ése amputar la conciencia social de los individuos que mencioné antes.
Considero esta mutilación de los individuos el peor mal del capitalismo. Nuestro sistema educativo entero sufre de este mal. Se inculca una actitud competitiva exagerada al estudiante, que es entrenado para adorar el éxito codicioso como preparación para su carrera futura.
Estoy convencido de que hay solamente un camino para eliminar estos graves males, el establecimiento de una economía socialista, acompañado por un sistema educativo orientado hacia metas sociales. En una economía así, los medios de producción son poseídos por la sociedad y utilizados de una forma planificada. Una economía planificada que ajuste la producción a las necesidades de la comunidad, distribuiría el trabajo a realizar entre todos los capacitados para trabajar y garantizaría un sustento a cada hombre, mujer, y niño. La educación del individuo, además de promover sus propias capacidades naturales, procuraría desarrollar en él un sentido de la responsabilidad para sus compañeros-hombres en lugar de la glorificación del poder y del éxito que se da en nuestra sociedad actual.
Sin embargo, es necesario recordar que una economía planificada no es todavía socialismo. Una economía planificada puede estar acompañada de la completa esclavitud del individuo. La realización del socialismo requiere solucionar algunos problemas sociopolíticos extremadamente difíciles: ¿cómo es posible, con una centralización de gran envergadura del poder político y económico, evitar que la burocracia llegue a ser todopoderosa y arrogante? ¿Cómo pueden estar protegidos los derechos del individuo y cómo asegurar un contrapeso democrático al poder de la burocracia?
Albert Einstein
Monthly Review, Nueva York, mayo de 1949.
miércoles, 2 de marzo de 2011
Decálogo del perfecto cuentista (Horacio Quiroga)
I
Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.
sábado, 12 de febrero de 2011
"El público moderno y la fotografía" Charles Baulelaire
Mi querido M..., si tuviera tiempo para entretenerlo, lo conseguiría fácilmente hojeando el catálogo y haciendo un extracto de todos los títulos ridículos y de todos los temas chuscos que tienen la ambición de llamar la atención. Es el espíritu francés. Tratar de sorprender con medios de asombro ajenos al arte en cuestión es el gran recurso de las gentes que no son naturalmente pintores. Algunas veces incluso, pero siempre en Francia, ese vicio penetra en hombres que no están desprovistos de talento y que lo deshonran así con una mezcla adúltera. Podría hacer desfilar ante sus ojos el título cómico a la manera de los vaudevillistas, el título sentimental al que sólo le falta el punto de exclamación, el título retruécano, el título profundo y filosófico, el título engañoso, o título con trampa, del tipo de iBruto, suelta a César! “¡Oh, raza incrédula y depravada! dice Nuestro Señor, ¿hasta cuándo estaré con vosotros? ¿hasta cuándo sufriré?”2. Esta raza, en efecto, artistas y público, tiene tan poca fe en la pintura, que busca incesantemente disfrazarla y envolverla como una medicina desagradable en cápsulas de azúcar; ¡y qué azúcar, por Dios! Le señalaré dos títulos de cuadros que por lo demás no he visto: ,Amor y estofado! La curiosidad se centra de inmediato en apetito, ¿no es cierto? Intento combinar íntimamente esas dos ideas, la idea del amor y la idea de un conejo desollado y compuesto en guiso. Realmente no puedo suponer que la imaginación del pintor haya llegado hasta adaptar un carcaj, alas y una venda sobre el cadáver de un animal doméstico; la alegoría sería verdaderamente demasiado oscura. Antes bien creo que el título ha sido compuesto siguiendo la receta de Misantropía y arrepentimiento33. El verdadero título sería por lo tanto: Personas enamoradas comiendo un estofado de conejo. Y ahora, ¿son jóvenes o viejos, un obrero y una modistilla, o bien un inválido y una vagabunda bajo una bóveda polvorienta? Habría que haber visto el cuadro. -¡Monárquico, católico y soldado! Este es del género noble, el género paladín, Itinerario de Paris a Jerusalén (Chateaubriand, ¡perdón! las cosas más nobles pueden convertirse en causa de caricatura, y las palabras políticas de un jefe de imperio en histrionismo de aprendiz). Ese cuadro sólo puede representar a un personaje que hace tres cosas a la vez, se bate, comulga y asiste al despertar de Luis XIV: Puede que sea un guerrero tatuado de flores de lis y de imágenes religiosas. ¿Pero para qué desorientarse? Digamos simplemente que se trata de un medio, pérfido y estéril, de asombro. Lo más deplorable es que el cuadro, por singular que esto pueda parecer, puede ser bueno. Amor y estofado de conejo también. No he visto un excelente grupito de escultura del que desgraciadamente no había anotado el número, y cuando he querido conocer el tema he releído cuatro veces infructuosamente, el catálogo. Por último, usted me ha hecho saber caritativamente que se llamaba Siempre y Nunca. Me he sentido sinceramente afligido al ver que un hombre de verdadero talento cultivaba inútilmente el jeroglífico.
Le pido perdón por haberme distraído unos instantes a la manera de los pequeños periódicos. Pero, por frívolo que le parezca el tema, encontrará sin embargo, examinándolo bien, un síntoma deplorable. Par concretarme en forma paradójica, le pediré, a usted y a aquellos de su amigos que están más instruidos que yo en la historia del arte, si el gusto de lo tonto, el gusto de lo espiritual (que es lo mismo), han existido, en todos los tiempos, si Se alquila apartamento y otros conceptos alambicados han surgido en todas las épocas para despertar el mismo entusiasmo, si la Venecia de Veronés y de Bassano ha estado aquejada por eso logogrifos, si los ojos de Julio Romano, de Miguel Angel, de Bandinelli se han pasmado por semejantes monstruosidades; pregunto, en una palabra, si el Sr. Biard es eterno y omnipresente, como Dios. No lo creo, y considero esos horrores una gracia especial atribuida a la raza francesa. Que esos artistas le inoculan el gusto, eso es cierto; que exigen de ellos que satisfagan tal necesidad, es no menos cierto; pues si el artista embrutece al público, éste le corresponde. Son dos términos correlativos que actúan uno sobre otro con igual potencia. Admiremos también con qué rapidez nos sumimos en la vía del progreso (entiendo por progreso la dominación progresiva de la materia), y qué maravillosa difusión se hace todos los días de la habilidad común, la que puede adquirirse mediante la paciencia.
Entre nosotros el pintor natural, lo mismo que el poeta natural, es casi un monstruo. Aquí, el gusto exclusivo de lo Verdadero (tan noble cuando está limitado a sus legítimas aplicaciones) oprime y sofoca el gusto de lo Bello. Donde no habría que ver más que lo Bello (imagino una bella pintura, y se puede adivinar fácilmente la que imagino), nuestro público sólo busca lo Verdadero. No es artista, naturalmente artista; filósofo quizá, moralista, ingeniero, aficionado a las anécdotas instructivas, todo lo que se quiera, pero nunca espontáneamente artista. Siente o mejor juzga sucesivamente, analíticamente. Otros pueblos, más favorecidos, sienten enseguida, de una vez, sintéticamente.
Hablaba anteriormente de los artistas que tratan de asombrar al público. El deseo de asombrar y de sentirse asombrado es muy legítimo. It is a happiness to wonder; «es una felicidad sentirse asombrado»; pero también, it is a happiness to dream, «es una felicidad soñar»4. Todo el problema, si exige que yo le confiera el título de aficionado a las bellas artes, consiste en saber mediante qué procedimientos desea crear o sentir el asombro. Porque lo Bello es siempre asombroso, sería absurdo suponer que lo que asombroso es siempre bello. Ahora bien, nuestro público, singularmente impotente para sentir la felicidad del ensueño o de la admiración (signo de la pequeñez de espíritu), quiere que se le asombre con medios ajenos al arte, y sus obedientes artistas se conforman a su gusto; quieren impresionarlos, sorprenderlos, pasmarlos mediante estratagemas indignas, porque le saben incapaz de extasiarse ante la táctica natural del arte verdadero.
En esos días deplorables, una industria nueva se dio a conocer y contribuyó no poco a confirmar la fe en su necedad y a arruinar lo que podía quedar de divino en el espíritu francés. Esta multitud idólatra postulaba un ideal digno de ella y apropiado a su naturaleza, eso por supuesto. En materia de pintura y de estatuaria, el Credo actual de las gentes de mundo, sobre todo en Francia (y no creo que nadie se atreva a afirmar lo contrario), es éste: «Creo en la naturaleza y no creo más que en la naturaleza (hay buenas razones para ello). Creo que el arte es y no puede ser más que la reproducción exacta de la naturaleza (una secta tímida y disidente quiere que se desechen los objetos de naturaleza repugnante, como un orinal o un esqueleto). De este modo, la industria que nos daría un resultado idéntico a la naturaleza sería el arte absoluto». Un Dios vengador ha atendido a los ruegos de esta multitud. Daguerre fue su Mesías. y entonces se dice: «Puesto que la fotografía nos da todas las garantías deseables de exactitud (eso creen, ¡los insensatos!), el arte es la fotografía». A partir de ese momento, la sociedad inmunda se precipitó, como un solo Narciso, a contemplar su trivial imagen sobre el metal. Una locura, un fanatismo extraordinario se apoderó de todos esos nuevos adoradores del sol. Se produjeron extraños horrores. Asociando y agrupando a truhanes y truhanas, emperifollados como los matarifes y las lavanderas en el Carnaval, rogando a esos héroes que quisieran mantener, durante el tiempo necesario para la operación, su mueca de circunstancia, se deleitaban reproduciendo las escenas, trágicas o graciosas, de la historia antigua. Algún escritor demócrata ha debido encontrar el medio, barato, de difundir entre el pueblo el gusto por la historia y por la pintura, cometiendo así un doble sacrilegio e insultando a un tiempo ala divina pintura y al arte sublime del comediante. Poco tiempo después, millares de ojos ávidos se inclinaban sobre los agujeros del estereóscopo como sobre los tragaluces del infinito. El amor a la obscenidad, que es tan vivaz en el corazón natural del hombre como el amor a sí mismo, no dejó escapar tan buena ocasión de satisfacerse. y no se diga que los niños que regresaban de la escuela eran los únicos en disfrutar de esas tonterías: suscitaron el entusiasmo de todos. He oído a una hermosa dama, una dama de la buena sociedad, no de la mía, contestar a los que le ocultaban discretamente semejantes imágenes, encargándose así de sentir el pudor en su lugar: «Dénmelo, no hay nada demasiado fuerte para mí». Juro haberlo oído, pero ¿quién me creerá? «¡Ya ven lo que son las grandes damas!» dice Alexandre Dumas. «¡Las hay más grandes todavía!» dice Cazotte. Como la industria fotográfica era el refugio de todos los pintores fracasados, demasiado poco capacitados o demasiado perezosos para acabar sus estudios, ese universal entusiasmo no sólo ponía de manifiesto el carácter de la ceguera y de la imbecilidad, sino que también tenía el color de la venganza. Que tan estúpida conspiración, en la que se encuentran, como en todas las demás, los embaucadores y los embaucados, pueda triunfar de una manera absoluta, no puedo creerlo, o al menos no quiero creerlo; pero estoy convencido de que los progresos mal aplicados de la fotografía han contribuido mucho, como por otra parte todos los progresos puramente materiales, al empobrecimiento del genio artístico francés, ya tan escaso. Por más que la fatuidad moderna ruja, eructe todos los exabruptos de su tosca personalidad, vomite todos los sofismas indigestos de los que la ha atiborrado hasta la saciedad una filosofía reciente, cae de su peso que la industria, al irrumpir en el arte, se convierte en la más mortal enemiga, y que la confusión de funciones impide cumplir bien ninguna. La poesía y el progreso son dos ambiciosos que se odian con un odio instintivo, y, cuando coinciden en el mismo camino, uno de los dos ha de valerse de otro. Si se permite que la fotografía supla al arte en algunas de sus funciones pronto, gracias a la alianza natural que encontrará en la necedad de la multitud, lo habrá suplantado o totalmente corrompido. Es necesario, por tanto, que cumpla con su verdadero deber, que es el de ser la sirvienta de las ciencias y de las artes, pero la muy humilde sirvienta, lo mismo que la imprenta y la estenografía, que ni han creado ni suplido a la literatura. Que enriquezca rápidamente el álbum del viajero y devuelva a sus ojos la precisión que falte a su memoria, que orne la biblioteca del naturalista, exagere los animales microscópicos, consolide incluso con algunas informaciones las hipótesis del astrónomo; que sea, por último, la secretaria y la libreta de cualquiera que necesite en su profesión de una absoluta exactitud material, hasta ahí tanto mejor. Que salve del olvido las ruinas colgantes, los libros, las estampas y los manuscritos que el tiempo devora, las cosas preciosas cuya forma va a desaparecer y que piden un lugar en los archivos de nuestra memoria, se le agradecerá y aplaudirá. Pero si se le permite invadir el terreno de lo impalpable y de lo imaginario, en particular aquel que sólo vale por- que el hombre le añade su alma, entonces ¡ay de nosotros!
Sé que algunos me dirán: «La enfermedad que acaba de explicar es la de los imbéciles. ¿Qué hombre digno del nombre de artista y qué verdadero aficionado ha confundido nunca el arte con la industria?» Lo sé, y sin embargo preguntaré a mi vez si creen en el contagio del bien y del mal, en la acción de las multitudes sobre los individuos y en la obediencia involuntaria, forzada, del individuo a la multitud. Que el artista influya sobre el público, y que el público reaccione sobre el artista, es una ley incontestable e irresistible; además los hechos, terribles testigos, son fáciles de estudiar; se puede constatar el desastre. De día en día el arte disminuye el respeto a sí mismo, se postema ante la realidad exterior, y el pintor se inclina más y más a pintar, no lo que sueña, sino lo que ve. Sin embargo, es una felicidad soñar, y era una gloria expresar lo que se soñaba; pero, ¡qué digo! ¿sigue conociendo esa felicidad?
¿Afirmará el observador de buena fe que la invasión de la fotografía y la gran locura industrial son por completo ajenas a ese deplorable resultado? ¿Está permitido suponer que un pueblo cuyos ojos se acostumbran a considerar los resultados de una ciencia material como los productos de lo bello no ha disminuido singularmente, al cabo de cierto tiempo, la facultad de juzgar y de sentir lo que hay de más etéreo e inmaterial?
2 'Evangelio de San Mateo,17:17.
3 Título de un drama del alemán Kotzebue.
4 Cita de Edgar Allan Poe, Morella
Baudelaire, Charles, “Salón de 1859, Cartas al Sr. Director de la Revue Francaise, Cap I, El público moderno y la fotografía”, en Baudelaire, Charles, Salones y otros escritos sobre arte, Madrid, Visor, 1996.
viernes, 21 de enero de 2011
Yo acuso [Carta al Presidente de la República Francesa. Texto completo]
Émile Zola
París, 13 de enero de 1898
Carta a M. Félix Faure
Presidente de la República Francesa
Señor: Me permitís que, agradecido por la bondadosa acogida que me dispensasteis, me preocupe de vuestra gloria y os diga que vuestra estrella, tan feliz hasta hoy, esta amenazada por la más vergonzosa e imborrable mancha?
Habéis salido sano y salvo de bajas calumnias, habéis conquistado los corazones. Aparecisteis radiante en la apoteosis de la fiesta patriótica que, para celebrar la alianza rusa, hizo Francia, y os preparáis a presidir el solemne triunfo de nuestra Exposición Universal, que coronará este gran siglo de trabajo, de verdad y de libertad. ¡Pero qué mancha de cieno sobre vuestro nombre -iba a decir sobre vuestro reino- puede imprimir este abominable proceso Dreyfus! Por lo pronto, un consejo de guerra se atreve a absolver a Esterhazy, bofetada suprema a toda verdad, a toda justicia. Y no hay remedio; Francia conserva esa mancha y la historia consignará que semejante crimen social se cometió al amparo de vuestra presidencia.
Puesto que se ha obrado tan sin razón, hablaré. Prometo decir toda la verdad y la diré si antes no lo hace el tribunal con toda claridad.
Es mi deber: no quiero ser cómplice. Todas las noches me desvelaría el espectro del inocente que expía a lo lejos cruelmente torturado, un crimen que no ha cometido.
Por eso me dirijo a vos gritando la verdad con toda la fuerza de mi rebelión de hombre honrado. Estoy convencido de que ignoráis lo que ocurre. ¿Y a quién denunciar las infamias de esa turba malhechora de verdaderos culpables sino al primer magistrado del país?
Ante todo, la verdad acerca del proceso y de la condenación de Dreyfus.
Un hombre nefasto ha conducido la trama; el coronel Paty de Clam, entonces comandante. Él representa por sí solo el asunto Dreyfus; no se le conocerá bien hasta que una investigación leal determine claramente sus actos y sus responsabilidades. Aparece como un espíritu borroso, complicado, lleno de intrigas novelescas, complaciéndose con recursos de folletín, papeles robados, cartas anónimas, citas misteriosas en lugares desiertos, mujeres enmascaradas. Él imaginó lo de dictarle a Dreyfus la nota sospechosa, él concibió la idea de observarlo en una habitación revestida de espejos, es a él a quien nos presenta el comandante Forzineti, armado de una linterna sorda, pretendiendo hacerse conducir junto al acusado, que dormía, para proyectar sobre su rostro un brusco chorro de luz para sorprender su crimen en su angustioso despertar. Y no hay para que diga yo todo: busquen y encontrarán cuanto haga falta. Yo declaro sencillamente que el comandante Paty de Clam, encargado de instruir el proceso Dreyfus y considerado en su misión judicial, es en el orden de fechas y responsabilidades el primer culpable del espantoso error judicial que se ha cometido.
La nota sospechosa estaba ya, desde hace algún tiempo, entre las manos del coronel Sandherr, jefe del Negociado de Informaciones, que murió poco después, de una parálisis general. Hubo fugas, desaparecieron papeles (como siguen desapareciendo aún), y el autor de la nota sospechosa era buscado cuando se afirmó a priori que no podía ser más que un oficial del Estado mayor, y precisamente del cuerpo de artillería; doble error manifiesto que prueba el espíritu superficial con que se estudió la nota sospechosa, puesto que un detenido examen demuestra que no podía tratarse más que de un oficial de infantería.
Se procedió a un minucioso registro; examinándose las escrituras; aquello era como un asunto de familia y se buscaba al traidor en las mismas oficinas para sorprenderlo y expulsarlo. Desde que una sospecha ligera recayó sobre Dreyfus, aparece el comandante Paty de Clam, que se esfuerza en confundirlo y en hacerle declarar a su antojo.
Aparecen también el ministro de la Guerra, el general Mercier, cuya inteligencia debe ser muy mediana, el jefe de Estado Mayor, general Boisdeffre, que habrá cedido a su pasión clerical, y el general Gonse, cuya conciencia elástica pudo acomodarse a muchas cosas.
Pero en el fondo de todo esto no hay más que el comandante Paty de Clam, que a todos los maneja y hasta los hipnotiza, porque se ocupa también de ciencias ocultas, y conversa con los espíritus.
Parecen inverosímiles las pruebas a que se ha sometido al desdichado Dreyfus, los lazos en que se ha querido hacerle caer, las investigaciones desatinadas, las combinaciones monstruosas... ¡qué denuncia tan cruel!
¡Ah! Por lo que respecta a esa primera parte, es una pesadilla insufrible, para quien esta al corriente de sus detalles verdaderos.
El comandante Paty de Clam prende a Dreyfus y lo incomunica. Corre después en busca de la señora de Dreyfus y le infunde terror, previniéndola de que, si habla, su esposo está perdido. Entre tanto, el desdichado se arranca la carne y proclama con alaridos su inocencia, mientras la instrucción del proceso se hace como una crónica del siglo XV, en el misterio, con una terrible complicación de expedientes, todo basado en una sospecha infantil, en la nota sospechosa, imbécil, que no era solamente una traición vulgar, era también un estúpido engaño, porque los famosos secretos vendidos eran tan inútiles que apenas tenían valor. Si yo insisto, es porque veo en este germen, de donde saldrá más adelante el verdadero crimen, la espantosa denegación de justicia, que afecta profundamente a nuestra Francia. Quisiera hacer palpable cómo pudo ser posible el error judicial, cómo nació de las maquinaciones del comandante Paty de Clam y como los generales Mercier, Boisdeffre y Gonse, sorprendidos al principio, han ido comprometiendo poco a poco su responsabilidad en este error, que más tarde impusieron como una verdad santa, una verdad indiscutible, desde luego, solo hubo de su parte incuria y torpeza; cuando más, cedieran a las pasiones religiosas del medio y a prejuicios de sus investiduras. ¡Y vayan siguiendo las torpezas!
Cuando aparece Dreyfus ante el Consejo de Guerra, exigen el secreto más absoluto. Si un traidor hubiese abierto las fronteras al enemigo para conducir al emperador de Alemania hasta Nuestra Señora de París, no se hubieran tomado mayores precauciones de silencio y misterio.
Se murmuran hechos terribles, traiciones monstruosas y, naturalmente, la Nación se inclina llena de estupor, no halla castigo bastante severo, aplaudir la degradación pública, gozar viendo al culpable sobre su roca de infamia devorado por los remordimientos...
¿Luego es verdad que existen cosas indecibles, dañinas, capaces de revolver toda Europa y que ha sido preciso para evitar grandes desdichas enterrar en el mayor secreto? ¡No! Detrás de tanto misterio solo se hallan las imaginaciones románticas y dementes del comandante Paty de Clam. Todo esto no tiene otro objeto que ocultar la más inverosímil novela folletinesca. Para asegurarse, basta estudiar atentamente el acta de acusación leída ante el Consejo de guerra.
¡Ah! ¡Cuánta vaciedad! Parece mentira que con semejante acta pudiese ser condenado un hombre. Dudo que las gentes honradas pudiesen leerlas sin que su alma se llene de indignación y sin que se asome a sus labios un grito de rebeldía, imaginando la expiación desmesurada que sufre la víctima en la Isla del Diablo.
Dreyfus conoce varias lenguas: crimen. En su casa no hallan papeles comprometedores; crimen. Algunas veces visita su país natal; crimen. Es laborioso, tiene ansia de saber; crimen. Si no se turba; crimen. Todo crimen, siempre crimen... Y las ingenuidades de redacción, ¡las formales aserciones en el vacío! Nos habían hablado de catorce acusaciones y no aparece más que una: la nota sospechosa. Es más: averiguamos que los peritos no están de acuerdo y que uno de ellos, M. Gobert, fue atropellado militarmente porque se permitía opinar contra lo que se deseaba. Háblase también de veintitrés oficiales, cuyos testimonios pasarían contra Dreyfus. Desconocemos aún sus interrogatorios, pero lo cierto es que no todos lo acusaron, habiendo que añadir, además, que los veintitrés oficiales pertenecían a las oficinas del Ministerio de la Guerra. Se las arreglan entre ellos como si fuese un proceso de familia, fijaos bien en ello: el Estado Mayor lo hizo, lo juzgó y acaba de juzgarlo por segunda vez.
Así, pues, solo quedaba la nota sospechosa acerca de la cual los peritos no estuvieron de acuerdo. Se dice que, en el Consejo, los jueces iban ya, naturalmente a absolver al reo, y desde entonces, con obstinación desesperada, para justificar la condena, se afirma la existencia de un documento secreto, abrumador; el documento que no se puede publicar, que lo justifica todo y ante el cual todos debemos inclinarnos: ¡el Dios invisible e incognoscible! Ese documento no existe, lo niego con todas mis fuerzas. Un documento ridículo, sí, tal vez el documento en que se habla de mujercillas y de un señor D... que se hace muy exigente, algún marido, sin duda, ¡que juzgaba poco retribuidas las complacencias de su mujer! Pero un documento que interese a la defensa nacional, que no puede hacerse público sin que se declare la guerra inmediatamente, ¡no! ¡No! Es una mentira, tanto mas odiosa y cínica, cuanto que se lanza impunemente sin que nadie pueda combatirla. Los que la fabricaron, conmueven el espíritu francés y se ocultan detrás de una legítima emoción; hacen enmudecer las bocas, angustiando los corazones y pervirtiendo las almas. ¡No conozco en la historia un crimen cívico de tal magnitud!
He aquí, señor Presidente, los hechos que demuestran cómo pudo cometerse un error judicial. Y las pruebas morales, como la posición social de Dreyfus, su fortuna, su continuo clamor de inocencia, la falta de motivos justificados, acaban de ofrecerlo como una víctima de las extraordinarias maquinaciones del medio clerical en que se movía, y del odio a los puercos judíos que deshonran nuestra época.
Y llegamos al asunto Esterhazy. Han pasado tres años y muchas conciencias permanecen turbadas profundamente, se inquietan, buscan, y acaban por convencerse de la inocencia de Dreyfus.
No historiaré las primeras dudas y la final convicción de M. Scheurer-Kestner. Pero mientras él rebuscaba por su parte, acontecían hechos de importancia en el Estado Mayor. Murió el coronel Sandherr y sucedióle como jefe del Negociado de informaciones, el teniente coronel Picquart, quien por esta causa, en ejercicio de sus funciones, tuvo un día ocasión de ver una carta telegrama dirigida al comandante Esterhazy por un agente de una potencia extranjera. Era su deber abrir una información y no lo hizo sin consultar con sus jefes, el general Gonse y el general Boisdeffre y luego con el general Billot, que había sucedido al de la Guerra. El famoso expediente Picquart, de que tanto se ha hablado, no fue más que el expediente Billot, es decir, el expediente instruido por un subordinado cumpliendo las órdenes del ministro, expediente que debe existir aún en el ministerio de la Guerra. Las investigaciones duraron de mayo a septiembre de 1896, y es preciso decir bien alto que el general Gonse estaba convencido de la culpabilidad de Esterhazy y que los generales Boisdeffre y Billot no ponían en duda que la célebre nota sospechosa fuera de Esterhazy. El informe del teniente coronel Picquart había conducido a esta prueba cierta. Pero el sobresalto de todos era grande, porque la condena de Esterhazy obligaba inevitablemente a la revisión del proceso Dreyfus; y el Estado Mayor a ningún precio quería desautorizarse.
Debió haber un momento psicológico de angustia suprema entre todos los que intervinieron en el asunto; pero es preciso notar que, habiendo llegado al ministerio el general Billot, después de la sentencia dictada contra Dreyfus, no estaba comprometido en el error y podía esclarecer la verdad sin desmentirse. Pero no se atrevió, temiendo acaso el juicio de la opinión pública y la responsabilidad en que habían incurrido los generales Boisdeffre y Gonse y todo el Estado Mayor. Fue un combate librado entre su conciencia de hombre y todo lo que suponía el buen nombre militar. Pero luego acabó por comprometerse, y desde entonces, echando sobre sí los crímenes de los otros, se hace tan culpable como ellos; es más culpable aún, porque fue árbitro de la justicia y no fue justo. ¡Comprended esto! Hace un año que los generales Billot, Boisdeffre y Gonse, conociendo la inocencia de Dreyfus, guardan para sí esta espantosa verdad. ¡Y duermen tranquilos, y tienen mujer e hijos que los aman!
El coronel Picquart había cumplido sus deberes de hombre honrado. Insistió cerca de sus jefes, en nombre de la justicia, suplicándoles, diciéndoles que sus tardanzas eran evidentes ante la terrible tormenta que se les venía encima, para estallar, en cuanto la verdad se descubriera. Moinsieur Scheurer-Kestner rogó también al general Billot que por el patriotismo activara el asunto antes de que se convirtiera en desastre nacional. ¡No! El crimen estaba cometido y el Estado Mayor no podía ser culpable de ello. Por eso, el teniente coronel Picquart fue nombrado para una comisión que lo apartaba del ministerio, y poco a poco fueron alejándose hasta el ejército expedicionario de África, donde quisieron honrar un día su bravura, encargándole una misión que le hubiera la vida en los mismos parajes donde el marqués de Mopres encontró la muerte. Pero no había caído aún en desgracia; el general Gonse mantenía con él una correspondencia muy amistosa. Su desdicha era conocer un secreto de los que no debieran conocerse jamás.
En París la verdad se abría camino, y sabemos ya de que modo la tormenta estalló. M. Mathieu Dreyfus denunció al comandante Esterhazy como verdadero autor de la nota sospechosa; mientras M.Scheurer-Kestner depositaba entre las manos del guardasellos una solicitud pidiendo la revisión del proceso. Desde ese punto el comandante Esterhazy entra en juego. Testimonios autorizados lo muestran como loco, dispuesto al suicidio, a la fuga. Luego, todo cambia, y sorprende con la violencia de su audaz actitud. Había recibido refuerzos: un anónimo advirtiéndole los manejos de sus enemigos; una dama misteriosa que se molesta en salir de noche para devolver un documento que había sido robado de las oficinas militares y que le interesaba conservar para su salvación. Comienzan de nuevo las novelerías folletinescas, en la que reconozco los medios ya usados por la fértil imaginación del teniente coronel Paty de Clam. Su obra, la condenación de Dreyfus, peligraba, y sin duda quiso defenderla. La revisión del proceso era el desquiciamiento de su novela folletinesca, tan extravagante como trágica, cuyo espantoso desenlace se realiza en la Isla del Diablo. Y esto no podía consentirlo. Así comienza el duelo entre el teniente coronel Picquart, a cara descubierta, y el teniente coronel Paty de Clam, enmascarado. Pronto se hallarán los dos ante la justicia civil. En el fondo no hay más que una cosa: el Estado Mayor defendiéndose y evitando confesar su crimen, cuya abominación aumenta de hora en hora.
Se ha preguntado con estupor cuáles eran los protectores del comandante Esterhazy. Desde luego, en la sombra, el teniente coronel Paty de Clam, que ha imaginado y conducido todas las maquinaciones, descubriendo su presencia en los procedimientos descabellados. Después los generales Boisdeffre, Gonse y Boillot, obligados a defender al comandante, puesto que no pueden consentir que se pruebe la inocencia de Dreyfus, cuando este acto habría de lanzar contra las oficinas de la Guerra el desprecio del público. Y el resultado de esta situación prodigiosa es que un hombre intachable, Picquart, el único entre todos que ha cumplido con su deber, será la víctima escarnecida y castigada. ¡Oh justicia! ¡Que triste desconsuelo embarga el corazón! Picquart es la víctima, se lo acusa de falsario y se dice que fabricó la carta telegrama para perder a Esterhazy. Pero, ¡Dios mío!, ¿por qué motivo? ¿Con qué objeto? Que indiquen una causa, una sola. ¿Estar pagado por los judíos? Precisamente Picquart es un apasionado antisemita. Verdaderamente asistimos a un espectáculo infame; para proclamar la inocencia de los hombres cubiertos de vicios, deudas y crímenes, acusan un hombre de vida ejemplar. Cuando un pueblo desciende a esas infamias, esta próximo a corromperse y aniquilarse. A esto se reduce, señor Presidente de la república, el asunto Esterhazy, un culpable a quien se trata de salvar haciéndole parecer inocente, hace dos meses que no perdemos de vista esa interesante labor. Y abrevio porque solo quise hacer el resumen, a grandes rasgos, de la historia cuyas ardientes páginas un día serán escritas con toda extensión. Hemos visto al general Pellieux, primero, y al comandante Ravary, mas tarde, hacer una información infame, de la cual han de salir transfigurados los bribones y perdidas las gentes honradas. Después se ha convocado al Consejo de Guerra. ¿Cómo se pudo suponer que un Consejo de Guerra deshiciese lo que había hecho un Consejo de Guerra?
Aparte la fácil elección de los jueces, la elevada idea de disciplina que llevan esos militares en el espíritu, bastaría para debilitar su rectitud. Quien dice disciplina dice obediencia. Cuando el ministro de la guerra, jefe supremo, ha declarado públicamente y entre las aclamaciones de la representación nacional, la inviolabilidad absoluta de la cosa juzgada, ¿queréis que un Consejo de Guerra se determine a desmentirlo formalmente? Jerárquicamente no es posible tal cosa. El general Billot, con sus declaraciones, ha sugestionado a los jueces que han juzgado como entrarían en fuego a una orden sencilla de su jefe: sin titubear. La opinión preconcebida que llevaron al tribunal fue sin duda esta: "Dreyfus ha sido condenado por crimen de traición ante un Consejo de Guerra; luego es culpable y nosotros, formando un Consejo de Guerra, no podemos declararlo inocente. Y como suponer culpable a Esterhazy, sería proclamar la inocencia de Dreyfus, Esterhazy debe ser inocente".
Y dieron el inocuo fallo que pesará siempre sobre nuestros Consejos de Guerra, que hará en adelante sospechosas todas sus deliberaciones. El primer Consejo de guerra pudo equivocarse; pero el segundo ha mentido. El jefe supremo había declarado la cosa juzgada inatacable, santa, superior a los hombres, y ninguno se atrevió a decir lo contrario. Se nos habla del honor del ejército; se nos induce a respetarlo y amarlo. Cierto que sí; el ejército que se alzará en cuanto se nos dirija la menor amenaza, que defenderá el territorio francés, lo forma todo el pueblo, y solo tenemos para el ternura y veneración. Pero ahora no se trata del ejército, cuya dignidad justamente mantenemos en el ansia de justicia que nos devora; se trata del sable, del señor que nos darán acaso mañana. Y besar devotamente la empuñadura del sable del ídolo. ¡No, eso no!
Por lo demás queda demostrado que el proceso Dreyfus no era mas que un asunto particular de las oficinas de guerra; un individuo del Estado Mayor, denunciado por sus camaradas del mismo cuerpo, y condenado, bajo la presión de sus jefes.
Por lo tanto, lo repito, no puede aparecer inocente sin que todo el Estado mayor aparezca culpable. Por esto las oficinas militares, usando todos los medios que les ha sugerido su imaginación y que les permiten sus influencias, defienden a Esterhazy para hundir de nuevo a Dreyfus. ¡Ah!, que gran barrido debe hacer el Gobierno republicano en esa cueva jesuítica (frase del mismo general Billot). ¿Cuándo vendrá el ministerio verdaderamente fuerte y patriota, que se atreva de una vez a refundirlo, y renovarlo todo? Conozco a muchas gentes que, suponiendo posible una guerra, tiemblan de angustia, ¡porque saben en qué manos esta la defensa nacional! ¡En qué albergue de intrigas, chismes y dilapidaciones se ha convertido el sagrado asilo donde se decide la suerte de la patria! Espanta la terrible claridad que arroja sobre aquel antro el asunto Dreyfus; el sacrificio humano de un infeliz, de un puerco judío. ¡Ah! se han agitado allí la demencia y la estupidez, maquinaciones locas, prácticas de baja policía, costumbres inquisitoriales; el placer de algunos tiranos que pisotean la nación, ahogando en su garganta el grito de verdad y de justicia bajo el pretexto, falso y sacrílego, de razón de estado.
Y es un crimen más apoyarse con la persona inmunda, dejarse defender por todos los bribones de París, de manera que los bribones triunfen insolentemente, derrotando el derecho y la probidad. Es un crimen haber acusado como perturbadores de Francia a cuantos quieren verla generosa y noble a la cabeza de las naciones libres y justas, mientras los canallas urden impunemente el error que tratan de imponer al mundo entero. Es un crimen extraviar la opinión con tareas mortíferas que la pervierten y la conducen al delirio. Es un crimen envenenar a los pequeños y a los humildes, exasperando las pasiones de reacción y de intolerancia, y cubriéndose con el antisemitismo, de cuyo mal morirá sin duda la Francia libre, si no sabe curarse a tiempo. Es un crimen explotar el patriotismo para trabajos de odio; y es un crimen, en fin, hacer del sable un dios moderno, mientras toda la ciencia humana emplea sus trabajos en una obra de verdad y de justicia.
¡Esa verdad, esa justicia que nosotros buscamos apasionadamente, las vemos ahora humilladas y desconocidas! Imagino el desencanto que padecerá sin duda el alma de M. Scheurer-Kestner, y lo creo atormentado por los remordimientos de no haber procedido revolucionariamente el día de la interpelación en el Senado, desembarazándose de su carga, para derribarlo todo de una vez. Creyó que la verdad brilla por si sola, que se lo tendría por honrado y leal, y esta confianza lo ha castigado cruelmente. Lo mismo le ocurre al teniente coronel Picquart que, por un sentimiento de dignidad elevada, no ha querido publicar las cartas del general Gonse; escrúpulos que lo honran de tal modo que, mientras permanecía respetuoso y disciplinado, sus jefes lo hicieron cubrir de lodo instruyéndole un proceso de la manera mas desusada y ultrajante. Hay, pues, dos víctimas; dos hombres honrados y leales, dos corazones nobles y sencillos, que confiaban en Dios, mientras el diablo hacia de las suyas. Y hasta hemos visto contra el teniente coronel Picquart este acto innoble: un tribunal francés consentir que se acusara públicamente a un testigo y cerrar los ojos cuando el testigo se presentaba para explicar y defenderse. Afirmo que esto es un crimen más, un crimen que subleva la conciencia universal. Decididamente, los tribunales militares tienen una idea muy extraña de la justicia.
Tal es la verdad, señor Presidente, verdad tan espantosa, que no dudo quede como una mancha en vuestro gobierno. Supongo que no tengáis ningún poder en este asunto, que seáis un prisionero de la Constitución y de la gente que os rodea; pero tenéis un deber de hombre en el cual meditaréis cumpliéndolo, sin duda honradamente. No creáis que desespero del triunfo; lo repito con una certeza que no permite la menor vacilación; la verdad avanza y nadie podrá contenerla.
Hasta hoy no principia el proceso, pues hasta hoy no han quedado deslindadas las posiciones de cada uno; a un lado los culpables, que no quieren la luz; al otro los justicieros que daremos la vida porque la luz se haga. Cuanto más duramente se oprime la verdad, más fuerza toma, y la explosión será terrible. Veremos como se prepara el más ruidoso de los desastres.
Señor Presidente, concluyamos, que ya es tiempo.
Yo acuso al teniente coronel Paty de Clam como laborante -quiero suponer inconsciente- del error judicial, y por haber defendido su obra nefasta tres años después con maquinaciones descabelladas y culpables.
Acuso al general Mercier por haberse hecho cómplice, al menos por debilidad, de una de las mayores iniquidades del siglo.
Acuso al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas de la inocencia de Dreyfus, y no haberlas utilizado, haciéndose por lo tanto culpable del crimen de lesa humanidad y de lesa justicia con un fin político y para salvar al Estado Mayor comprometido.
Acuso al general Boisdeffre y al general Gonse por haberse hecho cómplices del mismo crimen, el uno por fanatismo clerical, el otro por espíritu de cuerpo, que hace de las oficinas de Guerra un arca santa, inatacable.
Acuso al general Pellieux y al comandante Ravary por haber hecho una información infame, una información parcialmente monstruosa, en la cual el segundo ha labrado el imperecedero monumento de su torpe audacia.
Acuso a los tres peritos calígrafos, los señores Belhomme, Varinard y Couard por sus informes engañadores y fraudulentos, a menos que un examen facultativo los declare víctimas de ceguera de los ojos y del juicio.
Acuso a las oficinas de Guerra por haber hecho en la prensa, particularmente en L'Éclair y en L'Echo de París. una campaña abominable para cubrir su falta, extraviando a la opinión pública.
Y por último: acuso al primer Consejo de Guerra, por haber condenado a un acusado fundándose en un documento secreto, y al segundo Consejo de Guerra, por haber cubierto esta ilegalidad, cometiendo el crimen jurídico de absolver conscientemente a un culpable.
No ignoro que, al formular estas acusaciones, arrojo sobre mí los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que se refieren a los delitos de difamación. Y voluntariamente me pongo a disposición de los Tribunales.
En cuanto a las personas a quienes acuso, debo decir que ni las conozco ni las he visto nunca, ni siento particularmente por ellas rencor ni odio. Las considero como entidades, como espíritus de maleficencia social. Y el acto que realizo aquí, no es más que un medio revolucionario de activar la explosión de la verdad y de la justicia.
Sólo un sentimiento me mueve, sólo deseo que la luz se haga, y lo imploro en nombre de la humanidad, que ha sufrido tanto y que tiene derecho a ser feliz. Mi ardiente protesta no es más que un grito de mi alma. Que se atrevan a llevarme a los Tribunales y que me juzguen públicamente.
Así lo espero.
Émile Zola
París, 13 de enero de 1898
domingo, 9 de enero de 2011
¿De qué tratan nuestras vidas? de Belén Gopegui
Hace unos cuantos años una escritora joven, que había publicado tal vez dos o tres novelas, imaginó esta historia:
Alberto y Diego, dos amigos de juventud, volvieron a verse cuando ambos tenían cuarenta años. Era el invierno del año 2000. Los dos charlaban en el salón de la casa de Alberto. Primero se contaron qué había sido de sus amores, de sus trabajos, de su dinero. Luego se informaron mutuamente sobre sus antiguos amigos comunes. Avanzada la noche, mientras se servían la segunda copa. Diego preguntó a Alberto:
- ¿De qué ha tratado tu vida?
Alberto miró a Diego, al principio sorprendido, después halagado por el interés de su amigo y, casi en seguida, incómodo.
- No puedo contestar a esa pregunta -dijo. - Sólo tengo cuarenta años. Espera a que cumpla sesenta y cinco y entonces te contestaré.
Siguieron bebiendo y hablando de cine, de política, se contaron algunos proyectos. A las dos de la mañana, Diego se fue y ya junto a la puerta le propuso acordar una cita veinticinco años más tarde, al margen de otros posibles encuentros. Como en ese periodo los dos podían mudarse de casa y algunos bares y cafés podrían desaparecer, decidieron citarse bajo los soportales del museo del Prado.
Para Alberto aquellos veinticinco años pasaron a mucha más velocidad de lo que en el salón de su casa había supuesto. Tuvo una hija, se separó de su mujer, le ascendieron, hubo una epidemia por la insalubridad del agua, le destinaron a Italia por motivos de trabajo durante cuatro años, se casó de nuevo con una mujer genovesa, volvió a Madrid, compró una casa, el paro rebasó los seis millones de personas, murió su padre, su madre se fue a vivir con su hermano, su equipo ganó la liga nueve veces, enfermó y le operaron, su hija se hizo percusionista de la orquesta de Granada. A medida que se acercaba el plazo, la pregunta de Diego venía a su mente con mayor insistencia, llenándole de melancolía. Entonces esperaba a que se acostara su mujer, se preparaba una copa y tomaba grandes decisiones: fundaría una sociedad secreta, tendría una amante, se iría a Pekín y viviría durante diez años sin que nadie supiera su nombre. Luego se acostaba, melancólico aún, y un poco avergonzado de sus fantasías. Antes de quedarse dormido se preguntaba qué estaría haciendo Diego.
Y llegó el invierno del año número veinticinco. Cuando Alberto vio a Diego, le dijo:
- Dame cinco años más. Voy a jubilarme. Ahora mi vida será realmente mía. Podré recuperar mi afición por la música, viajar a donde quiera sin billete de vuelta, dar mi tiempo a asociaciones y proyectos.
Entraron en un café y de nuevo se contaron qué había sido de sus amores, de sus trabajos, de sus fortunas, y se informaron sobre antiguos amigos comunes. Antes de las nueve, volvieron a sus casas, pues ambos padecían un fuerte catarro.
Al mes siguiente de jubilarse Alberto se fue a Pekín, solo y sin fecha de regreso. Volvió después de un mes, pues echaba de menos su casa, a su mujer, el clima, las comidas. De joven había tocado el contrabajo. Aconsejado por su hija, pensó en comprar uno, pero no se decidía a hacerlo. Y una tarde de otoño, a sus sesenta y seis años, abrió una novela que alguien le había regalado en Navidad. Era una novela con argumento. Luego siguió otra, y después otra. Hubo varias largas y buenas novelas durante los cuatro años, hubo también música y novelas como cuentos y tardes ante la televisión. Para la cita que ambos amigos temían fuera la última, habían elegido la primavera. Se encontrarían el 14 de abril del año 2030 a las doce del mediodía a la entrada de un parque. Diego había llegado primero. Buscaron un banco al sol, se sentaron con lentitud y Alberto dijo:
- Mi vida trata de un hombre que ha llegado tarde a la conciencia de su propio destino; tarde, por tanto, al destino de su tiempo. Pero no ha llegado tan tarde como para no procurar que alguien lo cuente y escriba: la vida de aquel hombre trataba de, intentaba decir a los demás: podemos llegar tarde a nuestro destino.
Después, mirando a Diego, añadió:
- ¿Y la tuya, de qué trata la tuya?
¿Y la nuestra?
Así terminaba la historia de la novelista. Luego, el paso del tiempo trae, si no necesariamente resignación ni indulgencia, sí mayor comprensión y compasión. Sartre lo enunció de este modo en su recreación de Electra: "Le es fácil condenar a quién es joven y aún no ha tenido tiempo de hacer daño". Una versión más suave es la del comediante Peter Cook: "Oh sí, he aprendido de mis errores y estoy seguro de poder repetirlos exactamente"
Baqueatada, entonces, como cualquier humano, la escritora regresa a aquella historia y piensa que no la abordaría igual. La escritora de hoy procuraría no dejar de transmitir que, si bien en los relatos puede haber planteamiento, nudo y desenlace, en las vidas predomina la confusión, a saber: planteamiento, lío y desenlace. Y en medio de la confusión, la agitación, a veces el argumento es triste o no bueno, pero aún así es posible encontrar un destello de sentido. Voy a citar ahora a una autora maravillosa, y escasamente presente en el mundo editorial español, se llama Elizabeth Taylor, no, no es la actriz. En su novela más conmovedora, Una vista del puerto, Taylor construye varios secundarios inolvidables. Entre ellos, la señora Bracey, mujer mayor, con ganas de controlarlo todo, y muy especialmente la vida de su hija. No es un personaje con encanto, tiene los miedos y defectos de cualquier ser vivo, y en ocasiones algunos más, y ha llevado una existencia un tanto asfixiante para ella y para quienes la rodean. Sin embargo, una tarde, tendida en su lecho de muerte, recuerda, cito: "la imagen de una Nochebuena en la que ella, una niña pequeña, se encontraba en una tienda en penumbra con la intención de comprar una camisa incandescente para el gas. La tienda olía a parafina, a madera alquitranada para quemar y a velas. De repente, mientras hacía girar la moneda entre sus dedos, le invadió una sensación de completa felicidad, una felicidad tan intensa que ni siquiera el día de Navidad podía superar, porque era una dicha perfecta. "Duró toda una vida", se dijo. "Cuando pienso en la infancia pienso en mí, en aquella tarde, en aquella tienda, mientras anochecía rápidamente y un chorro de gas como la cola de un pez o una flor -un lirio- oscilaba y siseaba en lo alto. Ha durado toda la vida pero ya no puede durar más. Cuando yo muera, morirá también, y entonces será como si nunca hubiera sucedido". Hasta aquí la cita, en traducción de Carmen Franci.
¿Podría decirle la señora Bracey a Diego que su vida trata de aquella niña, de la dicha perfecta de aquel momento? Sí y no. El argumento pide tiempo, considera los actos y sus consecuencias. La señora Bracey no debe escapar de su conducta con su hija, por ejemplo, o con los vecinos, a través de ese instante en la tienda que olía a parafina. Pero, al mismo tiempo, el argumento de la vida de la señora Bracey sin ese instante estaría incompleto. Elias Cantetti supo dejar esta cuestión escrita para siempre, cito: "El espíritu debe recogerse a cada tanto en el relato de una historia larga. No puede vivir tan sólo de agujas y crueldad. También precisa hilos tiernos".
La pregunta que atañe al novelista y, de otra forma, a la vida diaria, puede formularse así: ¿cuáles son los hechos relevantes? Como saben, la economía ha hecho suya esta expresión, "hechos relevantes", y la Ley 24/1988 de 28 de julio, en el capítulo relativo a las normas de conducta aplicables a quienes presten servicio de inversión, los define como aquellos "cuyo conocimiento pueda afectar a un inversor razonablemente para adquirir o transmitir valores o instrumentos financieros". En cuanto a la vida, quizá pudiéramos, en efecto, decir que los hechos relevantes son aquellos cuyo conocimiento puede afectarnos a la hora de adquirir o transmitir valores, no sólo financieros. La pregunta que falta, sin embargo, la que tendríamos que hacerle a Alberto y a Diego sería: qué papel juega la irrelevancia, cuánto cuenta lo que no cuenta.
Patinar, por ejemplo, he aquí un acto irrelevante. Tal vez recuerden el discurso de Rafael Sánchez Ferlosio en la entrega del premio Cervantes: allí, entre otros asuntos, habló, sí, de patinar. Fue el suyo, en cierto modo, un discurso contra el argumento. Defendía la literatura que él llamaba de manifestación, aquella destinada sólo a que los personajes se manifiesten, como el teatro de títeres, Charlot, los tebeos o don Quijote y Sancho. Por el contrario, afirmaba, la literatura con argumento o de destino elige, cito, “frente a la turbadora turbulencia de los hechos, la limpia e inteligible consecuencia lógica”. Y proseguía Ferlosio: “Aristóteles, hijo de médico, recetaba la medicina de la racionalidad de una forma que no era más que un placebo frente a un mundo que seguía imperando como pura sinrazón. En su Estética, a despecho de su inmenso talento, Aristóteles era ya un buen burgués, que prefería la injusticia al desorden”.
Le he dado muchas vueltas a ese discurso. Porque mi maestro, Juan Blanco, me enseñó a admirar a Aristóteles, y él, desde luego, nunca habría preferido la injusticia al desorden. No obstante, también admiro a Ferlosio y considero su razonamiento feliz, en ambos sentidos de la palabra. Ferlosio encadenaba, de una manera, todo hay que decirlo, consecuente y lógica, el argumento al destino, y el destino a la Historia, escrita por él con mayúscula. Donde hay argumento, venía a decir, hay personajes con destino, y ese destino con frecuencia queda en manos de la Historia, escrita por Ferlosio con mayúscula, una Historia que no suele pedir alegría a las personas sino sacrificio y a veces muerte. En el otro lado estarían las obras de manifestación, el carácter y la felicidad, ligado esto a lo que él llama tiempo "consuntivo": un tiempo distenso, donde cada instante se pertenece a sí mismo, pues no está en función de otros; "un tiempo", dice, "sin sentido, ya que en su seno se gozan los bienes, y no se persigue fin alguno". Ese tiempo se encarnaría, por ejemplo, patinando.
No me resisto a leerles su perfecta descripción del placer de patinar, cito: "Es ventajista: reside en gastar poco y lograr mucho, en la sensación corporal de liberación de la gravedad, de ventaja sobre ésta, de ingravidez gratuitamente conseguida; precisamente gratuita, como un don, como un bien. El que patina va y viene como quiere, a la velocidad que quiere, pero, sobre todo, sin ir a ninguna parte y disfrutando a cada instante durante el ejercicio". Y yo que sé que algunos días escribir es un poco como patinar, pues el escritor o la escritora,más incluso que contar algo lo que solemos desear es el momento de estar imaginándolo, dibujándolo con palabras, escribiéndolo, de pronto me preguntaba si no tendríamos que renunciar a los hechos relevantes y al sentido. Si escribir no tendría que ser una sucesión de manifestaciones, epifanías, momentos en los que las palabras se liberan y nos liberan de la gravedad haciéndonos reír, soltar amarras, como la niña enferma que surca los mares a través de los libros o, poniéndonos menos, o más, estupendos, como el pequeño Enjuto Mojamuto cuando se describe alto y musculoso ante su cibernovia. Pero si decidía eso, ¿qué hacer con Aristóteles, con los fines, con el deseo del bien común?
Yo no quería renunciar al tiempo consuntivo de Ferlosio, ni tampoco quería renunciar al sentido, a la idea de que sigue habiendo razones para buscar una sociedad más justa. Pensé entonces en la imagen del patinaje y en que cuando patinas sabes que el placer y los fines no están tan separados. Querer hacer algo bien no es necesariamente síntoma de perfeccionismo, ni tampoco de voluntad de competir. Para liberarse de la gravedad hay que patinar bien. No sólo porque así evitaremos que las caídas estrepitosas acaben con el placer y nuestros huesos. También porque el placer estriba en cierta desenvoltura, y en mantener buenas relaciones con la velocidad. Subrayo ahora en el adverbio bien, y lo distingo del "muy bien", así como Aristóteles hablaba de una vida buena y no muy buena o la vida padre. La frase de Ferlosio para ser exacta necesitaría el adverbio: "el placer de patinar bien es ventajista....", etcétera. Si no sabes frenar, si tiemblas en los giros y cualquier pequeño obstáculo te desequilibra, no hay tal placer de patinar. Aquellos que practican el llamado patinaje agresivo, o quienes realizan competiciones o juegan al hockey, salen del tiempo consuntivo ferlosiano para entrar en el tiempo adquisitivo, tenso, en busca de una meta. Pero quienes se quedan, quienes sólo persiguen el placer ventajista del ir y venir ingrávido y gratuito, también quieren patinar bien.
Juega Ferlosio, como en ocasiones Hölderlin, como todos los que tienden a renegar de las grandes causas, con una idea hegeliana y mayúscula de la Historia que impone destinos y avasalla la vida de las gentes. Existe, sin embargo, una historia con minúscula en donde se lucha por hacer las cosas bien. Eso es un fin y es al mismo tiempo un durante, y en el durante hay sentido. El durante nos muestra el camino de la empatía y la solidaridad, el durante nos dice: paraíso ahora o evitar el sufrimiento evitable ahora. En el durante están la contingencia y lo concreto. La Historia con mayúscula impone unos fines, sí, pero ¿quiénes en concreto los imponen? Dice Ferlosio citando a Jacinto Batalla: "El argumento se quedó parado y sobrevino la felicidad", y sin embargo: ¿el argumento de quién? ¿la Historia con mayúscula de quién? ¿Quién, insisto, elige los fines? La Historia con mayúscula suele ignorar los hechos que se cruzan, los instantes, la pequeña contradicción. El fin se presenta entonces como una apisonadora que olvida límites y particularidades. La historia con minúscula, en cambio, se parece mucho a una novela.
Verán, una de las cosas buenas que tiene la novela frente a la literatura que Ferlosio llama de destino, sea ésta teatro, cine y incluso cuento, es poder librarnos del famoso clavo de una vez. Este clavo, al cual se refirió Chejov en una conversación con Ilia Guirland, es citado por dramaturgos y cuentistas. Según los dramaturgos. "Si en el primer acto tienes una pistola colgando de un clavo en la pared, esa pistola debe dispararse en el tercer acto". Lo cuentistas prescinden de la pistola: "Si hay un clavo en la pared al principio de un cuento, entonces el héroe debe colgarse de ese clavo al final". Todo lo que aparezca debe estar ahí por algún motivo. Así, y con respecto a ciertas películas previsibles, lo explica la vaca cinéfila de las tiras cómicas Liniers: "Si alguien tose en una película... se muere" (y añade: la gente no estornuda en las películas).
En la novela también hay causas y consecuencias, sí, las hay en el argumento de lo que se está contando. Pero hay, además, una acumulación significativa de hechos irrelevantes que esos otros géneros no se pueden permitir. Como la camisa incandescente para el gas de la señora Bracey. La vida es seguramente irrelevante, la vida tiene pocas reglas y, seguramente, casi no tiene sentido. Pero en ese casi y en ese seguramente alienta nuestra llama, como la cola de un pez o una flor -un lirio-, oscila y sisea en lo alto y a veces nos hace reír, y otras, temblar.
Hay una pequeña historia con la que los filósofos se ríen de sí mismos. Un chico ha quedado con una chica por primera vez. Y está muy nervioso porque no sabe de qué hablar. Su padre le dice que hay tres temas que garantizan que fluya la conversación: la familia, la comida y la filosofía. El chico y la chica se encuentran y después de un silencio embarazoso, el chico pregunta: ¿Tienes un hermano? No. ¿Te gusta el queso? No. Desesperado, el chico se acuerda de la filosofía: ¿Si tuvieras un hermano, le gustaría el queso? Probablemente, si, en vez de la filosofía, el padre hubiera mencionado la literatura, la salida del chico habría sido mirar a la chica con ojos arrebatados y decir: "¿Sabes? siempre supe que me enamoraría de una chica que no tuviera un hermano y a quien no le gustara el queso". Porque, pese a todos los discursos del arte por el arte y del misterio de la literatura, a menudo hemos soñado fines para ella, hemos querido hacer con la literatura algo que tuviera un efecto, como apostar o prometer, como, al decir palabras, abrir la cueva de las mil y una noches. Y hemos buscado historias que fueran capaces de infundir valor, curar la melancolía, hacerte suspirar.
¿Pero qué ocurre con lo ya sucedido, la memoria, lo que la novela no puede cambiar sino sólo evocar, dar noticia de lo que pasó? En mi caso, en varias de mis novelas se encuentran hechos históricos bastante próximos, las elecciones del 96 en La conquista del aire, el referéndum de la OTAN y la huelga del 14 D en Lo real, los fusilamientos en Cuba de tres secuestradores de una embarcación en El lado frío de la almohada. Los hechos de la historia, en una novela no histórica, son su parte irrelevante: no porque carezcan, en absoluto, de importancia sino porque no son consecuencia de las acciones de los personajes. Están ahí, son aquello con lo que los personajes se rozan, y surgen, como la fuerza de rozamiento, debido a las imperfecciones en las superficies de contacto. Tales imperfecciones se encuentran incluso en el asfalto deslizante, ventajista, que recorre el patinador. Ahí ha caído una rama, una piedra, ahí hay un pequeño palo blanco de chupa-chups, al fondo el suelo es más alto, aquí está más hundido. Por ellas, por las imperfecciones, procuramos patinar bien. En ellas el carácter se une con el destino y el argumento con el sentido del humor, no en vano Bergson decía, como saben, que la risa es una corrección de la velocidad adquirida. Por ellas comprendemos que entre causa y consecuencia se encuentra siempre algo o alguien, un desvío, cinco bifurcaciones, un pequeño palo blanco o un rodeo, o un gesto de violencia que nos cierra el paso. Mientras la ciencia persigue la aplicación particular de una ley general, la literatura busca, por el contrario, la comprensión general de una experiencia particular. La buena novela intentará hacer comprensibles esos hechos contando cómo rozaron a los personajes, y a esos personajes contando cómo fueron rozados por esos hechos.
Volvamos ahora, para terminar, a Alberto y Diego. No se asusten, no pretendo que se peguen un tiro, ni que se ahorquen en el clavo de la congruencia, ni que tosan. Ambos amigos han buscado un banco al sol, se han sentado con lentitud, y tal vez empiezan a intuir que hay un escritor de su argumento. Pero no me refiero al Dios de barba blanca, ni a la escritora de pelo blanco. Lo que van comprendiendo es que uno nunca conoce por completo el argumento de su propia vida, como tampoco uno se hace solo a sí mismo. Uno es responsable de su historia, sí, pero el escritor está ahí fuera y es multitudinario: son los otros que pasaron fugaces y los que se quedaron, es la clase social y es el palo blanco que corrigió nuestra velocidad adquirida, es la coerción del dominante y la reacción del dominado. Por eso, hacer nuestro argumento requiere intervenir en el argumento de la historia común. ¿Para ganar? No. Para poder patinar con otros, porque el patinador sabe que, aun cuando cada uno vaya a su aire, es bueno estar acompañado, en las caídas y en el placer. La mejor tradición socialista siempre ha reivindicado el derecho del trabajador a ascender con su clase. Hoy habría que pedir, además, el derecho a conservar en común la tierra en que librar esa lucha. Quien asciende en soledad, desclasándose, sólo trepa, pero no se desliza junto con otros. Decía Ferlosio, provocando a Aristóteles: “El amor a la consecuencia o congruencia se revela como un sedante estético”. Creo que Ferlosio tiene razón en el futuro. El amor a la congruencia tal vez pueda desvanecerse cuando muchas cosas concretas, injustas y evitables dejen de ser como a veces parece que siempre han sido. Pero hasta entonces, y sin sentirlos como un sedante ni un falso con suelo, hagamos nuestro este fragmento de un poema de Arthur Clough, poema al que he llegado a través del filósofo igualitarista Gerald A. Cohen, y que, apostemos, Don Quijote y Sánch(o)ez Ferlosio suscribirían:
No digas que de nada sirve la lucha,
Que son las heridas y el esfuerzo en vano,
Que el enemigo no ceja ni desfallece,
Y que seguirán siendo las cosas como siempre han sido.
Si fue falsa la esperanza, también los temores pueden mentir;
Tal vez tras ese humo lejano, ocultos
Ahora mismo tus camaradas persigan al adversario en retirada
Y, pese a tu escepticismo, resulten ser dueños del campo de batalla.
Pues aunque aquí las olas exhaustas rompan en vano
Sin que parezcan un palmo ganar,
Por allá la marea inunda bahías y ensenadas
y avanza en silencio.
Muchas gracias
*Este texto surge de la intervención en el curso 'El pasado presente: la memoria como elemento de actualidad', dirigido por Francisco Javier Pérez Martínez Alicia Gómez Montano y organizado por la Universidad de Málaga en la semana del 5 al 9 de julio.
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